viernes, 26 de septiembre de 2014

YO NO BUSCO, ENCUENTRO (5)

En los días en que inaugurábamos en el Parque la exposición de Hugo Rivera Scott, terminaba de escribir un corto ensayo sobre la obra de Matilde Pérez. Pensé que una de las cosas que hay que hacer es conminar a todos los especialistas chilenos de la abstracción a venir a Valparaíso a ver esta exposición. Francamente, salvo honrosos excepciones, en el ambiente de la crítica no se conoce la obra de Hugo Rivera Scott. Pero sin ir más lejos, tampoco conocen la obra de Francisco Rivera Scott. !Ah! menos aún, la obra de Marco A. Hughes. Lo menciono porque son las tres exposiciones más importantes que hemos montado este año en el Parque. Lo digo de inmediato: es curioso que la crítica local no le haya destinado una sola línea a ninguna de estas exposiciones. Me refiero a la crítica universitaria. Al parecer están empeñados en inventar precursores conceptuales a la medida de unas carreras inviables, para lo que disponen de fondos asignados por servicios prestados. 

Conminar es la palabra. Hay que hacerlos venir. Tengo amigos  en este medio que estarían muy dispuestos, porque se han visto sorprendidos por la existencia de estas obras. Y porque en el fondo, habían pasado por el lado. La única reivindicación de un antecedente de la plástica porteña había sido recogida por el catálogo de la exposición de Claudio Girola en telefónica. Pero ahí hubo que enfrentarse a otra inflación, que consistió en hacer pasar a Girola como precursor del land art. 

No deja de ser sorprendente que la crítica se haya convertido en una disputa de precursividades. Como que andan a la caza de artistas “adelantados” que se anticiparon a la gesta heroica de la Escena de Avanzada;  que es otra impostura historiográfica. Pero todo el mundo se hace el gil cuando se trata de pensar en el trabajo de Girola en Valparaíso. Lo que hace falta es determinar de qué manera Girola significó una exigencia de aceleración formal en la escena chilena, si cuando éste llegó a Chile, en nuestro pais dominaba en la Facultad de la Universidad de Chile el post-impresionismo de florero clasemediano pre-couviano y de paisaje a-lo-cuatro-huasos

En la inauguración de Hugo Rivera Scott, Iban de Rementería señaló las condiciones de trabajo de un grupo de amigos que se autoformaba en la lectura autónoma. Es decir, no necesitaron siquiera tener interlocución con los profesores de la Escuela de Arte de “la Chile” de Santiago. Estaban en otra perspectiva y leían otras cosas que la vulgata marxista sobre arte y sociedad. Eran marxistas sin vulgata. De este modo, el rigor de los diagramas de Hugo Rivera scott remite a una sobre interpretación de los problemas de línea sobre el desarrollo del campo artístico en una coyuntura en la que la Facultad mencionada estaba estructuralmente subordinada a un discurso puntivo, que la hacía cumplir con cuotas de desculpabilización partidaria para poder seguir en la senda de “aliados” de la clase obrera. En este sentido, el mejor ejemplode esta subordinación fue el proyecto de decoración del edificio de la UNCTAD, respecto del cual se esgrime con orgullo que a cada artista le pagaron el sueldo equivalente al de un obrero de la construcción. Leído en perspectiva, esa era una inversión que no se verificaba en el salario, sino en la garantización partidaria de los artistas. 

En Valparaíso, la garantización iba por otro lado. Y eso no significaba dejar fuera la dimensión partidaria; solo que en condiciones de autonomía, las distinciones entre arte y politica eran de rigor y se hacían a través de otras exigencias, como era el caso de la poesía, de la filosofía y de un nuevo tipo de información plástica. Es decir, Carlos Hermosilla no era solo un linógrafo y xilógrafo, sino por si solo representaba una dimensión ética y estética de otra naturaleza. Había que saber escuchar a Hermosilla. Al mismo tiempo, había que saber escuchar a Soika.  

Hace algunos días, tomando un café en casa de Iban de Rementería, este me hacía el relato de su primer contacto con la Fenomenología de Hegel. Un profesor local les había distribuido  a mimeógrafo, una traducción al castellano  de la traducción francesa  del texto alemán realizada por Hippolite. La chiste freudfiano es que la traducción de Hippolite era considerada mejor que el propio texto en alemán. 

Lo anterior me conduce a sostener que Hugo Rivera Scott y sus amigos “traducían” de otra manera sus referentes y podían avanzar trechos más largos y más profundos en el desarrollo de sus propias prácticas. De este modo, el punto no es buscar si Hugo Rivera Scott fue “influenciado” por Girola, sino de qué modo lo  “traducía” a las condiciones de producción de su trabajo, en la singularidad de una búsqueda para la que la noción de “influencia” resulta metodológicamente insuficiente. Más aún, si la tradición intelectual a la que se adscribe Hugo Rivera Scott carece de relaciones orgánicas con la recién instalada saga de la Ciudad Abierta; sobre todo si se piensa en el nulo efecto que tuvo la exposición de arte abstracto que los primeros fundadores del instituto de Arquitectura de la PUCV inauguran en el Hotel Miramar a comienzos de los años cincuenta.  No hay que inventarse contiinuidades donde no hay pruebas consistentes que las garanticen. Lo cierto es que Girola y la abstracción consecuente no era indiferente para nadie en la escena intelectual de Valparaíso, a mediados de los años sesenta. 


No hay que desestimar estos tres elementos: el viaje de Matilde Pérez a Paris, a comienzos de los sesenta; el debate en torno a la Vía Elevada y la instalación de la fábrica KPD en el Belloto. Ninguno de esos elementos están hilvanados, sino por la construcción de un discurso de posteridad que los pone en funcionamiento para dar cuenta de la singularidad local. La Vía Elevada, KPD y los Diagramas de Hugo Rivera Scott forman parte de una misma escena diferenciada, que favorece la “traducción” y acomodo local de experiencias que marcan el carácter de una experiencia que sigue provocando efectos en la configuración del imaginario local. 

jueves, 4 de septiembre de 2014

APUNTES PARA EL CIERRE DE LAS PRIMERAS JORNADAS DE HISTORIA LOCAL: CULINARIEDAD Y CANTO POPULAR COMO EJES DE TRABAJO

En el texto sobre el “efecto Roberto Parra”  que publiqué el 22 de agosto no mencioné al resto de los participantes del coloquio al que hacía referencia, ya que señalé que merecían una columna entera por si mismos. Ya tendría que presentarse el momento para ello, porque esta compleja operación de desplazamiento de una diagrama de obra y su conversión en eje de investigación de un imaginario local, no hace más que comenzar. 

Justamente, en esos días fue subida a la web de la revista Artishock la entrevista que me realizó Catalina Mena en el marco de un proyecto radial sostenido por la revista y el Centro Cultural de España. En esta entrevista, una de las cosas en las que insisto es en esta hipótesis sobre el efecto estético de prácticas rituales, que resulta ser de mayor densidad que el efecto de muchas obras de arte contemporáneo. Es decir, que la diagramaticidad de ciertas prácticas locales permite recomponer simbólicamente la vida de unas comunidades. En este caso, este diagrama estaba montado sobre el modelo de la décima espinela, tanto en su versión “divina” -como lo habíamos experimentado con Lito Celis en San Pedro de Melipilla para el día de la virgen del Carmen- como en su versión “humana”, el 8 de agosto en San Antonio.  

Entonces, quiero seguir hablando del coloquio de San Antonio. Participó en él, Marcelo Mellado, que reconstruyó una historia local de debates y conflictos entre iniciativas autónomas y autoridades locales, fijando el estado de situación de una disputa por la hegemonía del manejo del campo cultural, que muchas veces se resuelve en el control de edificios recién construidos, pero sin que exista en la localidad un contingente de profesionales sobre los cuáles se sostenga un “modelo de gestión” adecuado.  

En el fondo, ponía en advertencia  a  (in)ciertos poderes fácticos de un hecho sencillo: el trabajo cultural no se agota en organizar una “rejilla programática”, para satisfacer cuotas, como ya está siendo habitual, sino en construir un mito orgánico de la ciudad, para la ciudad, en el entendido que entre el “de” y el “para” se instala la temporalidad de una memoria social expandida entre la portuaridad  residualizada y el ceremonial de la sentimentalidad que le corresponde. 
Una de las intervenciones más significativas que desde el público tuvo lugar, fue la de don  Ruben Mesa, porque lo que planteó fue la necesidad de no permitir que se diluyera la memoria portuaria anterior a la implantación del nuevo modelo de producción, que es el que sostiene la economía del actual puerto de San Antonio. Esa memoria obrero-marítima  vinculada a una memoria de correspondencia ferroviaria debe ser investigada y convertida en el soporte de un imaginario contemporáneo, que comparte con la sentimentalidad vinculante del  bolero y la cueca brava -y su culinariedad complementaria-, las bases de la reconstrucción actual del mito orgánico elaborado como recurso de amortiguación simbólica. 

No seamos ingenuos:  existe en todo esto una “demanda de pasado” que  aprovecha el impulso  de unas reivindicaciones de  memorias que no podrán jamás sustraerse de la producción de sus usos.   En este sentido, estamos siendo amenazados por una pyme regional del patrimonio, para la que  la memoria social aparece como ilustración de un esencialismo de la conservación,   que  no admite su derrota ante  el nivel de las inversiones foráneas destinadas a la restauración de sitios y su posterior conversión en infraestructura, destinados a habilitar  la pequeña y ya precarizada industria gastronómica, solo perceptible en algunos cerros de Valparaíso. 

En ese sentido, San Antonio posee la ventaja de no presentarse todavía como  un polo forzado de turismo compensatorio. Lo que importa, en el estudio del pasado -de las gentes- es poder reconstruir, y sobre todo, representar lo que falta. El patrimonialismo municipalizado atenta contra el discurso de la reparación ejerciéndose a si mismo en un referente que sobrevive para borrar las diferencias, redistribuyendo el poder de manejo de las averías simbólicas sobre un pasado garantizado por  una oligarquía local que ya no existe; que abandonó la ciudad. 

Es en el contexto  de lo anterior que en el mencionado coloquio del 8 de agosto en San Antonio el discurso de Pilar Hurtado -crítica gastronómica, miembro de Pebre-, adquirió una importancia capital. Le habían solicitado referirse a la culinaria porteña. !Gran sorpresa para muchos! En el puerto se consume bastante menos pescado y mariscos de lo que se supone. Más bien, se omite el lugar que ocupan los “interiores” en la cocina hogareña del puerto. Y de este modo, Pilar Hurtado expuso con extraordinaria erudición, las “epopeyas de las comidas y bebidas” del puerto,  desde lo cual se podría levantar una “teoria general de la culinariedad portuaria”, confirmando una hipótesis que Ritta Lara ya había sostenido en una entrevista realizada para el Canal de la Camara de Diputados, donde hizo el elogio del consumo de la carne de caballo y de la diligencia con que su abuela preparaba “la carne de segunda”, porque en los hogares porteños no se consumía habitualmente “carne de primera”. Particular función tenía en esta estrategia de reparación culinaria el “mote de pobre”.

De esto se trata: de reconstruir indicios de distinción y de continuidad entre uno y otro consumo, para combatir la trivialidad de la nostalgia. Justamente, es allí que se hace visible la discontinuidad de la “historia de los oprimidos”, como discontinuidad no patrimonializable.  

Lo que no se quiere decir de Valparaíso, en este sentido,  es que en la remodelación del DUOC y del Palacio Baburizza, lo que hay, en el fondo, es una operación de recomposición historiográfica que recompone de manera delegada el viejo espíritu de una oligarquía local que ni siquiera dejó como herencia, el mobiliario. De ahí, la proliferación -en el presente- de coleccionistas que sustituyen al historiador   recuperando aquello que ha sido olvidado por la historia de los opresores. 

La historia social del puerto, entonces, está vinculada a la historia de la cocina hogareña. 
Más que eso: la expansión pública de la cocina hogareña sostiene la historia social del puerto.  Solo que no ha sido reconocida de modo adecuado.  En los estudios regionales, el espacio culinario es un nuevo escenario de la lucha de clases, en la producción de  imagen de la  corporalidad que corresponde; siendo ésta, otra manera de “historizar” esas luchas, pero como señala Pablo Aravena  en Formas para tratar con el pasado, no para ser guardianes de las imágenes que le pudieran servir a los oprimidos en las próximas luchas. La historiografía no repara el olvido, sino la justicia.   

Regreso a la culinariedad:  nada de lo que he dicho sobre la operación de patrimonialización -inevitablemente oligarquizante-  tiene que ver con la cocina aspiracional afecta al tipo de turismo que ya conocemos en Valparaíso, y que padecemos.  

Ese es un eje no suficientemente considerado para verificar la trazabilidad de la gentifricación, en contra de la culinaria popular que recupera los gestos de la cocina hogareña, como franja de reposición de una memoria de clases que ha sido encubierta por la ilusión de una patrimonialística de proyecciones universales. 

Pero esto no es re-hacer la historia de la vida privada de los oprimidos, sino agredir el pasado para que este retroceda asustado y permita una desnaturalización del presente, que a juicio del propio Pablo Aravena debiera  acentuar su carácter “carácter provisorio, frágil, arbitrario y artificial. Comprensión básica para aceptar que lo nuevo es posible “en la historia”.


Ahora bien: en el caso de San Antonio se articula la canción popular con la culinariedad, desde la recuperación de una memoria clasística -lo repito-,  que plantea la necesidad de escribir una “historia de los pobres de la ciudad” a través de la transferencia de la décima como soporte narrativo,  desde el campo hacia  la urbe,   para sostener la viabilidad de unas historias locales de la corporalidad portuaria y de las sobrevivencias de un inconsciente rural específico. 

Dicho sea de paso: si hay un antecedente de historia local, deseo hacer mención a una novela, que anticipa “toda” la sociología  de la que es dable esperar hoy día nada más que la protección nocional de la pregunta “¿como vamos ahí?” como fundamento de  política local. 

Me refiero a Gran señor y rajadiablos, que toma el ejemplo generativo de una hacienda real en el sector de El Turco, bajo cuya encima monumental se sentaban a conversar algunos de  los primeros refugiados del Winnipegg. Esta es una novela publicada en 1948 que habla de la hacendalidad chilena de 1870-1890, pero cuyo diagrama anticipa la línea de hegemonía territorial de la línea de explotación jesuítica, que me recordó Luis Alvarez hace algunas semanas, y que reúne la hacienda de Graneros con los lavaderos de oro de Alhué y las haciendas graneleras de Bucalemu.  Dicho sea de paso, ese es el contexto en que se desarrolla el canto popular que recuperamos en San Pedro de Melipilla -la contemporaneidad de lo no-contemporáneo- , y cuyos efectos estéticos me parecen de mayor densidad que las producciones de algunas prácticas artísticas contemporáneas. 

No es posible pensar hoy día que ciertas producciones de arte anticipen la consciencia histórica porque han regresado a su función habitual, al menos en Chile, que ha sido ilustrar el discurso de la historia. Los únicos momentos en que esto no ha ocurrido han sido en 1965 con las artes de la huella (Balmes) y en 1980 con las artes de la excavación (Dittborn/Leppe).  Pero al final,  repito, las artes han regresado a su condición decorativa del discurso de la historia.  

Cuando he sostenido el proyecto inicial de apertura del Parque Cultural de Valparaíso, sin embargo, me apoyé en dos obras, desde  cuyos diagramas era posible iniciar una investigación sobre el imaginario local, como condición simbólica para una escritura de historia local que debía instalar sus propias condiciones epistemológicas, no como zona académica secundaria ni como subordinación singularizada de procesos de larga duración, sino como  actualidad de un pasado que no impide el acceso a las historias de los oprimidos. 

El bolero, la cueca brava, la cocina hogareña, son ejes de trabajo construidos a partir del efecto efectivo de sus diagramas, que viene a ser como una especie de meta-efecto que obliga a re/visar la función de las narrativas de la pérdida y del abandono puestas en juego mediante una sentimentalidad que se inscribe en el reverso de la politicidad de su fuerza constitutiva.  

De este modo podemos conectar historias de matadero al reconstruir los fondos de matarifes y de las piezas del animal a las que tenían derecho -¿con qué derecho?- y que luego comerciaban para surtir las cocinerías de  poblaciones sub-alternas.  Sin embargo, el mercado y el matadero, en los puertos, afectan la proximidad  de espacios de convivialidad disponibles para la circulación de una lubricidad condensada, mediante la literalidad de un relato de abandono. 

Esto que señalo, en política se denomina, simplemente, derrota. En política cultural, en cambio, se le agrega la doble dimensión de la condición compensatoria. Sin embargo, la filigrana de su reproducción se convierte difícilmente en objeto de trabajo. 

En síntesis: cuando hemos montado en el Parque Cultural de Valparaiso el proyecto de cocina hogareña, en colaboración con POPULAR CUISINE,  ¿no ha significado acaso poner en función las relaciones de transferencia  entre los ejes del arte contemporáneo desplazado y  la condensación de las prácticas rituales? 

Lo que he planteado  se conecta con un deseo institucional que, por diversas razones, no ha sido satisfecho. Me refiero al eje de la producción de archivos en el curso de nuestro trabajo. Se trata de pensar la programación en función del señalamiento de  insumos para esta producción, sabiendo que no somos un centro de documentación. 

¿De qué se trata todo esto? De vincular la programación de un dispositivo cultural complejo con unas dinámicas interrogativas 

En el libro Escritura funcionaria, publicado en noviembre del 2013, incluí un ensayo sobre la mediación en el PCdV. En este texto señalo que -y esto es muy importante- se promueve 

“la formación de un centro de documentación y archivo para la historia de los movimientos sociales locales. No es usual que en una ciudad, durante diez años, haya habido iniciativas que desde la sociedad civil se levantaron para sostener una dinámica de dissenso que ha resultado ejemplar en varios sentidos”. 

Desde ya, el primer objeto de estudio es la modalidad de construcción de dicho dissenso, ya que no es posible pensar que la existencia del Parque es el producto exclusivo de las luchas heroicas de unas agrupaciones que le doblaron la mano al Estado. Esa es una interpretación militante destinada a justificar una política de usufructo basada en el cumplimiento de una determinación originaria descrita a la medida. Ese es otro objeto de estudio; es decir, de qué manera se ha forjado un identitarismo tribal que considera el campo cultural  local como un espacio para la  sobrevivencia orgánica de grupos desgarantizados (en sentido guattariano), con  quienes la autoridad cultural establece relaciones que legitiman el trato extorsivo,   directamente proporcional a la culpabilidad política construida a base de un largo inventario de promesas incumplidas.  

La sola existencia del Parque Cultural es un eje de trabajo para la recomposición de una historia local de las instituciones culturales.  Su solo emplazamiento considera desde ya la articulación de tres edades de la arquitectura local: el polvorín de 1806, la cárcel de 1917 y el edificio nuevo del 2011. Sin embargo, lo que no se ha escrito es la historia del uso del suelo, en este contexto, ya que permite formular algunas hipótesis sobre la recuperación histórica de las inversiones de infraestructura que dibujaron el perfil del cerro Cárcel, ya en la primera década del siglo XX con la construcción del Estanque de almacenamiento de agua, que hoy día se levanta como severa y silenciosa advertencia. Hacer historia local, entonces, significa proporcionar insumos, tanto  para el desarrollo de ciertas luchas como para el desmontaje de unos mitos que sostienen la industria del patrimonialismo de escenografización banalizante. 

La producción de archivo como eje de trabajo en el encuadre programático del Parque Cultural, contemplaba el montaje de una figura que pudiese acoger la formulación de un proyecto.  Es así como lo señalé en el texto sobre mediación, al que he aludido: 

“proyecto estrictamente acotado, que permita entablar negociaciones con entidades universitarias regionales susceptibles de organizar y coordinar actividades relacionadas con docencia e investigación”.  

Sin embargo, no nos engañemos: la masa crítica sobre la que se puede sostener la historia local de los movimientos sociales se produce fuera del Parque; se debe producir fuera del Parque, en el ámbito que corresponde; es decir, la invetiogación universotaria local. 

En esta perspectiva planteamos, en jornadas anteriores, invitados por la Dirección de Vínculos de la Universidad de Valparaíso, el deseo de montar experiencias de estudio de corta duración, en un ambiente de permeabilidad académica y epistemológica, destinado a producir escritura crítica -no costumbrista- sobre la invención citadina del  borde costero y  las determinaciones urbanas de la  actividad portuaria. Porque es  sobre estas determinaciones  que se sostiene la tensión entre una cultura popular urbano-portuaria y una cultura rural de interior diferenciado, que permiten recuperar las trazas de una historia clasística, en que la culinariedad y el canto popular son síntomas de una historia de los vencidos,  no subordinada a la edificabilidad de la oligarquía cívico-militar  cuyos residuos alimentan  las ensoñaciones de la autoridad política  en el manejo encubridor de la discursividad del patrimonio. 

Para terminar, quiero leer un párrafo que declara la complicidad conceptual con el propósito de estas Primeras jornadas, si bien lo que que leeré está referido a la producción de escritura sobre la memoria de los movimientos sociales, en el entendido que éste fue el soporte fantasmal determinante en el montaje del encuadre programático del Parque Cultural de Valparaíso: 


“Esta opción por la memoria de los movimientos sociales, debe sostener una actividad que trabaje la superación del déjà-vu histórico, como si fuera una repetición ilusoria en ºque todo es concebido como si estuviera sucediendo en este momento por primera vez, como la copia de un “original” que nunca existió. La memoria de los movimientos sociales debe dar curso a un trabajo que rescate a la memoria  de la saturación inmovilizante que “pacta” a su antojo con los agentes de olvido. Esta situación se desarrolla como investigación sobre un pasado activo, pero se ve redoblada por una iniciativa destinada a entrelazar lo posible con lo real.  Pero es lo real que proviene de las potencialidades que sostienen la existencia del Parque Cultural Valparaíso como un dispositivo que produce una memoria del porvenir”.