jueves, 27 de noviembre de 2014

FUNCIONARIATO (4)

El último párrafo de FUNCIONARIATO (3), leído con atención, hará sospechar sobre el alcance de (toda) nuestra candidez analítica, ya que haría  admitisible la inevitable articulación entre Estado y ciudadanía para detectar las brechas en la calidad urbana. Debo confesar que este párrafo solo pretendía dejar una hilacha colgando para poder proseguir con el estudio sobre ese deseo de  articulación declarada como una gran conquista ciudadana.

Veamos: cuando los ciudadanos se dedican a detectar las brechas es porque le están haciendo “la pega” al Estado. Si el Estado acepta articular una política concertada de detección de brechas, entonces acepta que no cumple con su obligación y pueden sus funcionarios ser encausados por incumplimiento de deberes.

Articular significa renunciar de parte de los ciudadanos, a exigir sus derechos. Lo que viene es un tipo de delegación en que los ciudadanos deben dar muestras de gran razonabilidad para acoger un plan de disminución de las brechas en la calidad urbana, porque de lo contrario quedan fuera de toda posibilidad de “convenio”. De este modo, todo deseo de articulación es un momento inicial de una subordinación pactada en que el ciudadano solo es reconocible por el grado de amenaza que puede representar; amenaza que solo tiene como destino  lograr un asiento en la mesa de articulación, para entrar a conversar de otro modo, pero entregando parte de la soberanía  que le fuera reconocida para llegar hasta allí.

La articulación es un momento de pacto desigual, en que el funcionariato admite que carece de un quantum  de habilidad para ejercer sus facultades y que se encuentra en la obligación de recurrir a los ciudadanos para suplir dicha falta, a condición de desnaturalizar sus iniciativas iniciales. Bueno, en eso consiste su trabajo. El funcionariato se inventa los ciudadanos a la medida de un diseño que ya ha sido contemplado en la base de su diagrama accional.

¿Que le queda al ciudadano? Admitir, de su parte, la impostura positiva de su amenaza inicial para ingresar en el terreno de una delegación que asegura una presencia “duradera”. Sin embargo, eso dependerá de cuan pueda montar dispositivos de sustitución de su soberanía inicial,  para pasar a organizar las demandas y fijar los términos que los hará traicionar, necesariamente, el “mandato arcaico” que  inicialmente lo señalaba como portavoz orgánico de una energía social gestada en ese proceso de detección de las brechas en la calidad urbana.

Pues bien: sin una consultora, el ciudadano permanece en la literalidad de la demanda. Es que si hemos señalado la existencia del funcionariato como figura de la voracidad estatal, la consultora aparece como  el nuevo espacio epistemológico que se levanta para establecer la (mencionada) correspondencia. Epistemológico, porque se trata de producir el concepto de ciudadano que resuma la conveniencia de su propia tolerancia discursiva, como consultora.

Una consultora es un espacio de contención y de modulación de la conflictividad mediante la organización del desplazamiento técnico de la detección de las brechas y de su conversión en planes de acción (mitigación; mejoramiento). 

Al final, cuando hablamos de ciudadanía y de Estado, estamos hablando de “abstracciones”, sobre todo en lo que a calidad urbana se refiere; cuando lo propio es encarar la articulación desde la retórica de sus representantes: consultorías y funcionariato, como los dos polos de una construcción discursiva en que el ciudadano termina siendo aquel por el que siempre se habla. 

Y el ciudadano, por su lado, creyendo primero que  era su habla la que prevalecía, en un segundo momento debe caer en  cuenta que su propio reconocimiento depende de cuanto pueda ser hablado por la entidad que hace de su trabajo la promoción de la articulación contemplada en el enunciado inicial. La consultora, entonces, aparece en el momento de la formalización de los indicios de la brecha, para tercerizar las áreas deficitarias de conocimiento que arrastran  los Departamentos de Estudios del funcionariato y compensar organizacionalmente al ciudadano despojado, enseñándole  cómo puede eficazmente  producir el diferimiento de sus luchas.

Es de esta manera  como se imagina, se organiza y se controla el territorio.      



lunes, 17 de noviembre de 2014

CIUDAD PENDIENTE

El jueves pasado, almorzando en Dinamarca399, Gonzalo Undurraga me hizo un relato que me obligó a postergar la publicación de FUNCIONARIATO (4), destinado a abordar la cuestión de la articulación entre Estado y ciudadanía, en vistas a detectar las brechas en la calidad urbana. El jueves anterior, en la sesión de Ciudad Pendiente, se había armado una tensa discusión entre invitados extranjeros y operadores locales de la arquitectura universitaria. Por motivos de salud, no pude asistir a dicho debate. Pero ya me había adelantado a prefigurar lo que debía venir; a saber, el efecto de demostración que la visita de los colombianos ya ha instalado en la ciudad en lo relativo a la voluntad faltante que habilita  la política de normalización del uso del suelo. 

Hay que tener en cuenta que el objeto de dicho encuentro era compartir algunas ideas  sobre estrategias de mejoramiento de asentamientos informales. En el entendido, por cierto, que tanto la acreditación de dominio como la formalidad que autoriza la participación ciudadana mediante el acceso a subsidio, son el reverso necesario de la articulación entre Estado y ciudadanía. 

Gonzalo Undurraga me advierte que hay a lo menos tres dominios en los que las agencias (consultoras, oficinas de arquitectura, dirección de obras, constructoras, etc) están operando cada una por su cuenta: la calle, el equipamiento y la conectividad.  Estos tres dominios implican funciones diferenciadas con sus correspondientes escalas de inversión, buscando cada cual, en la esfera de lo propio, la atribución de proyectos cuya ejecución  finalmente los excluye. Sin embargo, existen momentos en que los dominios de las calle y del equipamiento -por ejemplo- se conectan a raíz de situaciones impensadas, que se definen en el territorio mismo, en espacios  generados fuera de formalidad del municipio o de la delegación presidencial, pero que al final de cuentas, les proporciona a sus funcionarios un tipo de  nueva visibilidad sobre cuestiones inadvertidas que, combinadas con ciertos niveles de escucha, pueden  dar lugar a conocimientos que sostienen o pudieran sostener otros niveles de articulación. 

Lo anterior tiene que ver con la producción de un  imaginario suplementario que da sentido al trabajo en el territorio, porque obliga a los habitantes a operar desde el deseo de paisaje. Entonces, en esta situación, no es el territorio el que precede al trabajo de recomposición del tejido social, sino que es la lógica deseante de este mismo  que define las condiciones del territorio sobre el que la energía social va a ser inscrita como voluntad y como poder.  

Una buena explicación de este fenómeno de producción subjetiva anticipativa la obtuve al día siguiente de mi almuerzo en Dinamarca399, cuando asistí a la comida a la que Guy Berube invitó a parte del equipo del PCdV, a propósito de la residencia artística, cuyo resultado se inaugura el próximo 19 de noviembre. Guy Berube es el director de la galería de arte La petite mort, basada en Toronto (Canadá). Nos visitó el año pasado y desde ese entonces comenzamos a preparar esta residencia, que compromete a un escritor  canadiense (Adam Barbu) y a un fotógrafo de Valparaíso (Alexis Mandujano). 

El punto es que Guy Berube es  nacido en el Canadá francés (Quebec). De inmediato convinimos en combinar nuestros “recuerdos de infancia” y nos remitimos al efecto de la canción quebequoise en la construcción del imaginario independentista. Uno de sus principales exponente, Gilles Vigneault, en un concierto en Paris, por el año 1977 o 1978, señaló al dirigirse a los asistentes algo que sonó como sigue: nous avons un territoire, mais nous n´avons pas un pays. Es decir: tenemos un territorio, pero nos falta un país. Entonces, le pays est ce qui nous noue. El país es aquello que nos amarra.  Patricio Marchant, en Sobre árboles y madres: “madre es aquello a lo que uno se amarra”.  Y terminaba, Gilles Vigneault su canción, diciendo, voilà le pays que j´aime. He aquí el país que yo amo, ¡como potencia!, ¡como posibilidad!, amarrando el sentido que puede tener el territorio como superficie de inscripción paisageante

Cuando Gonzalo Undurraga me plantea la necesidad de articular los dominios de la calle, del equipamiento y de la conectividad, está apuntando a la afirmación instituyente del paisaje. 

Hay que paisajear.  Hay que producir este suplemento imaginario que modula las escalas de representación  de lo sensible, sobre la ciudad que se elabora en la pendiente (oblicuidad), como pendiente (arriba/abajo)  y cuya configuración  sigue pendiente (en términos de la falta no colmada). 


La duda se instala en ese lugar en que se define la articulación entre Estado y ciudadanía, como si el primero dispusiera la virtù del territorio y la segunda sostuviera la fortuna del paisaje. 

martes, 4 de noviembre de 2014

FUNCIONARIATO (3)

Preparando mi intervención en Talca, debo asegurarme que los estudiantes tengan acceso a las condiciones de producción del título de la conferencia. En las dos entregas anteriores relativas al concepto práctico de funcionariato, sin embargo no he clarificado las cosas en torno al concepto-fetiche

Para resolver esta cuestión me he apoyado en uno de los capítulos del libro del historiador de arte peruano, Juan Acha, Hacia una teoría americana del arte. Se verá de qué manera desde la crítica de arte podemos levantar algunas hipótesis sobre cuestiones territoriales, porque a fin de cuentas, nuestro trabajo en la dirección de un parque cultural complejo nos obliga a precisar el modo cómo el imaginario produce territorialidad. 

La palabra fetiche proviene del portugués “feitiço”, que quiere decir hechizo. En su acción clásica es siempre un objeto material. Pero el fetiche no es cualquier objeto, sino que su particularidad reside en que se le atribuye una fuerza mágica. 

Relativo al concepto de “política pública”, este es un concepto-fetiche cuya fuerza mágica posee dos orígenes: a) es un simple concepto que de por sí carece de poder y que llega a tenerlo en virtud de una transferencia que le hace un hechicero; b) es un simple concepto práctico al que se considera ya depositario de un cierto poder. 

El hechicero no es, necesariamente, una persona individual, sino un complejo (de) funcionarios que asume el rol de operador colectivo de transferencia,  mediante un ritual de delegación de poderes, en que se juega -ni más ni menos- que el poder de la delegación

Un ministerio, por ejemplo, es un complejo de nociones cuya operatividad adquiere una cierta independencia y trasciende la existencia de los individuos; al punto que podemos considerar la hipótesis por la cual, en un ministerio-en-forma, no se requiere de ministro alguno, porque la institución funciona a pesar suyo, más allá de sí. La pragmática ministerial es el verdadero autor de la política; es decir, la tradición de una decretalidad que se manifiesta en las prácticas habituales de cumplimiento.

Política pública es un concepto-fetiche porque le ha sido atribuido un poder de designación de problemas que definen las condiciones de reproducción de aquellos agentes que administran su designación, a través del rito de delegación mencionado, que no hace otra cosa que encubrir la evidencia por la que podemos entender que el poder nunca está en el lugar que le suponemos residir. 

En el caso del territorio esta noción aparece como el encubrimiento de un tipo de construcción social que le fija de antemano a los actores sociales unos roles en la interpretación y calificación de una realidad local. Para su mejor delegación, hay funcionarios expertos en planificación (autoritaria) que asocian el concepto de territorio al concepto de campo social. No sé si le hacen un favor a Bourdieu, pero lo convocan con religiosa exactitud, al igual que a Touraine, pero por otros motivos. El primero les serviría para legitimar el diagnóstico, mientras el segundo habilita la gobernabilidad. 

De este modo, los territorios son campos donde operan los funcionarios premunidos de un mandato que debe ser ejecutado por unos “sujetos” que solo reciben el rol de agentes de recepción, sobre todo en ministerios como el de vivienda, que se ha especializado en la producción de una franja de ciudadanos de conveniencia,  que serán objeto del hechizo que el funcionario-chamán les va a traspasar para   la obtención de unas demandas. 

Por ejemplo, algunas de estas demandas corresponde al acceso a la vivienda. Pero el acceso está vinculado a desplazamientos migratorios que han re/dibujado el mapa de la segregación, de tal manera que su noción está signada por una insatisfacción que debe ser, en lo posible, mitigada, para impedir la progresión del deterioro. 

En el Parque Cultural  de Valparaíso fueron funcionarios del Estado quienes promovieron, en un inicio, la “ocupación ciudadana” del predio de la cárcel recién des/afectada, para combatir con medios auxiliares la tugurización inevitable y poder así poner coto a la voracidad de otros funcionarios, que buscaban enajenar rápidamente el mismo predio, para destinarlo a un propósito inmobiliario.  


Confieso en que la palabra Integración, empleada a mediados de los sesenta, al menos correspondía al deseo subjetivo de integrarse por mérito y esfuerzo propio; en cambio, la palabra Acceso remite a las posibilidades formales que el funcionariato le proporciona a un sujeto para obtener determinados bienes. No hay estrategia de lucha, sino  práctica del don.  (Ciertamente, los encargados de cultura debieran leer a Marcel Mauss. Me pregunto si en la biblioteca de Quilpué sus obras están en el catálogo).   En definitiva, no hay deseo de transformación de las cosas, sino solo mejoramiento. Eso quiere decir, mitigar la insatisfacción y la carencia de elementos de integración. 

La promoción popular que caracterizó el momento ascendente de la historia de los pobladores, se revirtió durante la dictadura mediante una política de vivienda social que favoreció la re-ubicación segregada.  La transición democrática permitió que  estas “políticas de vivienda” fuesen re-elaboradas, de una manera a lo menos paradojal; es decir, manteniendo al Estado lejos de la planificación urbana (paz-froimovichizando su gestión pública) y liberando el mercado del suelo. 

La conclusión resulta evidente y está al alcance de cualquier estudiante que lea los informes y diagnósticos de cualquier ONG dedicada al trabajo territorial. La creciente importancia del mercado inmobiliario en las decisiones sobre la composición social, calidad, escala y localización  de los nuevos conjuntos de vivienda ha producido ciudades cada vez más segregadas,  modificando el mapa  de oportunidades cada vez más desiguales para sus habitantes. 

¿Cuantos recursos se han invertido en investigaciones que nos conducen a una sola conclusión? Que las políticas públicas en el territorio no han logrado que el Estado tenga un rol decisivo en la planificación urbana, y tampoco han limitado la importancia del mercado inmobiliario. Estas dos verdades de perogrullo apuntan a entender que la política pública, más bien, contribuye a reproducir y a profundizar las diferencias entre los territorios. 

Todo lo anterior proviene de unos apuntes que tomé del Diagnóstico sociourbano territorio 5 Talca, de marzo-agosto del 2014, realizado por el programa Territorio y Acción Colectiva. Con mayor pertinencia que la mía, ellos llegaron a la siguiente conclusión: 


“Es por todo esto que se requiere que la ciudadanía y el Estado trabajen articulados, detectando las brechas en la calidad urbana y desarrollando planes de trabajo conjuntos para disminuirlos”. 

sábado, 1 de noviembre de 2014

FUNCIONARIATO (2)

El desafío planteado en la entrega anterior puede ser resumido en la juntura insidiosa de esas cinco palabras: deseos-de-control-de-superficie. Para definir el objeto de mi reflexión, acudiré a un artículo escrito por la arquitecta Andrea Pino y que fue publicado en la revista Márgenes (Espacio Arte Sociedad) No 13, editada por la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Valparaíso, en diciembre del 2013. Entonces, las cinco palabras se someten a la presión de una existencia barrial que trabaja sobre estrategias informales que se sustraen al control de superficie y que instalan modalidades edificatorias que exceden el deseo-de-casa, para forjar un universo en que la proximidad de lo público/privado (abigarramiento) para a configurar una forma de existencia determinada. Informalidad que, por lo demás, adquiere unos grados de “oficiocidad” por medio de la que se produce la legitimidad de una soberanización sobre el territorio. Los funcionarios saben que la soberanización es una dimensión simbólica que deben demoler, partiendo por minar las bases de la solidarización mínima de la vida cotidiana. De este modo, el control de los funcionarios se revierte en “política sectorial” de excepción, que debe ser acompañada de otras medidas, con otros recursos, poniendo en función un amplio menú de control de conflictividades a través de mesas de trabajo y mesas de diálogo, que son de naturaleza distinta.

La mesa de trabajo identifica los problemas que no aparecen en los diagnósticos y focalizan a los dirigentes amigos, susceptibles de encarnar la normalidad progresiva de los procesos de distribución diferida del maná. La mesa de diálogo ya es la “instancia” propiamente decisiva, en el curso de la cual, los discursos de agentes conflictuados son llevados al extremo de la extenuación, para finalmente reducir toda oposición, dividir el frente y lograr los acuerdos mediante una efectiva producción de simulacro de participación ciudadana. Es decir, el concepto de participación ciudadana es la gran invención del funcionariato, que sabe perfectamente invertir en subsidiaridad proclamando el simulacro de la escucha. De modo que el simulacro del que hablo se juega en la construcción de una escucha que devuelve el eco modulado de la voz de las demandas.

El funcionariato así definido opera mediante la herramienta de la mesa como un modelo de anticipación del control territorial. La mesa aparece como el recurso mobiliario que convence a todos los demandantes de estar en posición de ser receptores de un tipo de diseminación evangélica, propiamente eucarística. No hay que olvidar que el MINVU es una invención demócrata-cristiana y que su estructura reproduce una sabiduría parroquial ancestral, que adquirió formas modernas que instalaron una nueva racionalidad en el manejo de sectores marginales que debían ser integrados al consumo de bienes de la sociedad real. Bueno: la sociedad real era definida por una política-episcopal, que a su vez producía los términos de gradación y velocidad de los procesos reparatorios, que dieron forma a la Promoción Popular.

Lo que Andrea Pino hace en este estudio al que me refiero es seguir al pie de la letra los deseos de quienes rompieron la lógica definida por los “operadores de acceso” y que fueron agentes de un proceso de ocupación informal de unas quebradas que no entraban en los planes del ministerio de entonces, ni de ningún ministerio.

Hagamos una broma: los ministerios siempre piensan en el plano; necesitan pensar en plano. Entonces, lo primero es aplanar todo lo que tenga relieve. Claro que sí.

Después de la Catástrofe de Abril, el inconsciente de la Delegación Presidencial operó como si todo lo siniestrado hubiese sido una gran toma. Es decir, que debía “dar a ver”

que su intervención normalizadora tenía que afectar la recomposición del territorio, entendido como expresión de una informalidad generalizada, que si bien había adquirido indicios de soberanización, debía sin embargo ser convertida en una oportunidad para limpiar las laderas y fondos de quebrada de población declarada indeseable.

Sin embargo, esto solo adquiere eficacia argumentativa en la medida que la ciudad entera, en los cerros, es concebida funcionariamente como efecto de toma y que el nuevo mandato de la Jefa habilita la “ejecución presupuestaria” de una contraparte regulada -como tiene que ser- para servir de soporte contextual a la ofensiva inmobiliaria destinada a reconfigurar la ciudad como un barrio santiaguino que reproduciría sus propias condiciones de segregación, ya que estaría especializado en turismo nacional de movilidad relativa (destinado al consumo clase-mediano) y sería un lugar de residencialización secundaria para Altos Empleados cuya estética no es admitida, a estas alturas, en los ghettos de Cachagua y Tunquén. Es decir, población reducida con recursos, pero sub-alternizada (llegó tarde a la distribución simbólica del Poder), a la que se debe compensar con una oferta cultural que involucre inversiones en la industria del regreso a los orígenes.

Lograr esta regulación supone borrar toda traza de informalidad en la historia de las representaciones urbanas de Valparaíso, en provecho de la alta formalidad de una museografía que fija condiciones de para una escena de representación en que la pobreza deba estar presente, pero dimensionada por una industria de la exotización adecuada.

Se comprenderá que toda la historia de la urbanización informal de Valparaíso debe ser anatemizada para desterrar la ruralidad referencial, a condición de que ésta sea convertida en objeto de emprendimientos reguladores en el terreno de la gastronomía y de las yerbas medicinales, pero de exportación.

Para favorecer, entonces, la preeminencia escenográfica de unos cerros que servirán siempre de referencia (como subordinación estética de una ideología edificatoria de procedencia mayoritariamente británica), es preciso aniquilar mediante una des- ruralización acelerada toda historia de asentamiento informal, para dotar de un paisaje urbano adecuado a las nuevas edificaciones erigidas como unos monumentos identitarios de Altos Funcionarios del Sector Público y del Tercer Sector, que lo han logrado.


¿No les parece una broma de mal gusto? Todo se juega en un plano de verosimilitud aberrante.