Antonio Guzmán, Edgar del Canto y Henry Serrano son artistas que
viven y trabajan, mayoritariamente, entre Quilpué, Valparaíso, Limache y
Santiago. De modo que poseen la experiencia de entrar y salir de Valparaíso,
tomar distancia y al mismo tiempo padecer lo que significa estar subordinado a
la tiránica voluntad de una autoridad que administra la excepción como su
condición de existencia política.
Viajar a exponer a Buenos Aires en la galería Archimboldo es
producir una distancia necesaria, para montar la ficción de un regreso.
¡Cuantas veces lo hemos dicho! Solo se viaja para tener que volver. ¿Qué significa viajar, para un artista que
vive la excepción como normalidad? Sin duda, encontrarse con otras historias de
excepción. Pero en verdad, se viaja para buscar herramientas que fueron pensadas para una cosa, pero al
ser transportadas de regreso son empleadas en otra cosa, desestimando el manual
de instrucciones, haciéndolas operar en un terreno para el que no fueron
pensadas. De este modo, lo más importante del viaje es el efecto de regreso.
Exponer en Buenos Aires
no sería más que una extraordinaria
excusa para tener que salir a saludar a aquellos cuya mirada, en la distancia y el olvido, sin
saberlo, legitiman el viaje. Al fin y al
cabo, viajan para conocer a las “fuerzas extranjeras” a las que solicitarán su
apoyo. Sobre todo, en el terreno del
abastecimiento de insumos para fortalecer el regreso y enfrentar con la “fuerza
del saber”, a los agentes de gestión que normalizan -en Valparaíso- la excepción.
En esta experiencia, no habría viaje si no existiera la
hospitalidad que asegura la superficie de recepción de estas obras en la
galería de Pelusa Borthwick, que es una
gran conocedora de las obstáculos inscriptivos de los artistas de Valparaíso. Para explicar de qué se trata esta exposición
y cual es el sentido que tiene la noción de emergencia en Chile, hay que
remitirse a la experiencia de reconstrucción de una caleta, cerca de Mehuin, a
unos setenta kilómetros al norte de Valdivia.
El nombre de
esta caleta es Mississipi y designa un caserío que fue destruido por el maremoto
de mayo de 1969. En el “paquete” de ayuda estadounidense venía un pueblo
de emergencia, donado por el Estado de
Mississipi. Por eso, lo que se levantó después del desastre, gracias a la “ayuda externa”, tomó ese
nombre. Pero al cabo de un tiempo, lo
que era de emergencia se convirtió en permanente, en algo definitivo.
En
Valparaíso, luego de un incendio, se ha
aprendido a “tallar” con la noción de emergencia. La Autoridad encuentra la
ocasión para recuperar el carácter de “habitación de emergencia”, instalada en
una zona ocupada, para recordar a sus moradores que les ha llegado el momento
de no regresar a edificar sus moradas en una zona de riesgo. Los damnificados entienden que es la excusa
para des-hacerse de ellos y no tomar en consideración los años de “ocupación
ilegal” de un terreno, que al cabo de un tiempo razonable es reconocido por la
Autoridad, que termina por atribuir los
“títulos de dominio”. Pero este es un proceso que puede durar treinta años. Lo
que importa es poder documentar esa permanencia mediante una acreditación
histórica de la soberanización. De
hecho, hay comunidades de pobladores de emplazamientos ilegales cuya permanencia ya supera la condición de
una emergencia, que han logrado importantes fallos en la Justicia, ya que en virtud de su permanencia han
obtenido derechos, en función de lo cual la Autoridad no puede hacer efectivo un
desalojo.
Lo
anterior remite a la consideración según la cual, la historia de la propiedad
urbana en Valparaíso, está en gran parte definida por la soberanización de
ocupaciones ilegales; lo cual termina por definir un carácter. Un incendio,
entonces, es la gran posibilidad que tiene la Autoridad para redefinir el mapa
de la propiedad. Todo depende de cómo
ésta realice el manejo de la
reconstrucción. Lo genial es que los
planes de reconstrucción siempre son concebidos como la oportunidad que tiene
la Autoridad, de poner orden, allí donde hasta ahora no había podido regimentar
las intensidades sociales. Y la
experiencia indica que las comunidades
afectadas por el estado de excepción, en la medida que éste ya es una normalidad, pueden responder de
mejor manera a la política de reconstrucción represiva.
Nada de lo
que he referido cabe en una política de recuperación del turismo cultural, que
apuesta por dos fenómenos:
1.- la explotación de la
nostalgia por el hábitat del enclave británico de la época
de mayor subordinación de la burguesía mercantilista; y 2.- a la explotación escenográfica de la
“ruinificación” de la ciudad, porque la normalización del estado de emergencia
termina por acrecentar el deterioro de la noción misma de Patrimonio, que es
una palabra que no me había resuelto a emplear hasta ahora. De este modo, es
evidente que se habla de dos, de tres, de cuatro ciudades, sobrepuestas por
unas funciones que no logran hacer de sus diferencias un conjunto
orgánico-político reproductible en el sentido de una “ciudad duradera”.
Lo que he
referido es el contexto en que
trabajan Antonio Guzmán, Edgar del Canto
y Henry Serrano, practicando un “estado de emergencia de la imagen” ya
convertida en normalidad referencia, en el borde de sus propias tentativas de
fijar aquellos momentos críticos
que ponen en evidencia su magistral impostura simbólica y material.