En Chile, ¡quien no lo sabe!: las palabras “estado de emergencia”
forman parte del léxico común desde que tenemos uso de memoria. Nuestro actual concepto de estado de
excepción viene de una ley que data del
año 1969, pero que proviene de la época del terremoto de mayo de 1960 en
Concepción y Valdivia, en que por vez primera se hizo uso del concepto de calamidad pública
como causa para decretar una zona de emergencia.
Por calamidad
pública se entiende el resultado
provocado por la manifestación, ya sea de un evento natural como
antropogénico no intencional, que por el hecho de encontrar condiciones de vulnerabilidad en personas, bienes, infraestructura, causa daños o pérdidas
humanas, materiales, económicas o ambientales, generando una alteración
intensa y extendida que perturba las condiciones normales de funcionamiento de
población, en un determinado territorio.
Lo cual exige a la autoridad la ejecución de acciones que respondan a la
emergencia y contribuyan a la rehabilitación y reconstrucción. Pero el concepto
posee una historia más larga, que nos remite a los Romanos y a las iniciativas
que pusieron en pie para enfrentarse a las embestidas bárbaras.
Es evidente que el estado de excepción pone en evidencia la fragilidad
del estado de cohesión de un conjunto
social determinado. Esto es lo que ocurre en una ciudad que sus niveles de
gobernabilidad están por debajo de lo que la pragmática de su autoridad pone en
movimiento para legitimar su
reproducción. Porque, en definitiva, es la propia condición de hacer viable una
ciudad en la que ser radical es cumplir la ley, porque siempre se vive un poco
más allá del borde, como si ninguna trasgresión se constituyera en delito,
donde apenas hay normas fijas y la gestión del territorio se convierte en
procedimiento policial de manejo de intensidades sociales para las que la
excepción ya es la normalidad. Tanto la autoridad como los ciudadanos se
autorizan a realizar cosas que la ley no autoriza porque se da por sentado que deben
enfrentar situaciones excepcionales.
La cultura se convirtió en Valparaíso en una empresa simbólica que
favorece la soberanización extorsiva de
grupos sociales que exigen del Estado una preocupación mayor en la gestión de
sobrevivencia. En tal caso, la calamidad
pública es el efecto a construir para legitimar las medidas de mitigación de la
catástrofe de gestión de la vida cotidiana. Los organismos de Cultura permiten
que dicha legitimación sea habilitada para ejercer su control de la vulnerabilidad,
a través del montaje expresivo de programas de rehabilitación que implican la
puesta en marcha de una “cultura de la micro-reparación”.
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