martes, 4 de noviembre de 2014

FUNCIONARIATO (3)

Preparando mi intervención en Talca, debo asegurarme que los estudiantes tengan acceso a las condiciones de producción del título de la conferencia. En las dos entregas anteriores relativas al concepto práctico de funcionariato, sin embargo no he clarificado las cosas en torno al concepto-fetiche

Para resolver esta cuestión me he apoyado en uno de los capítulos del libro del historiador de arte peruano, Juan Acha, Hacia una teoría americana del arte. Se verá de qué manera desde la crítica de arte podemos levantar algunas hipótesis sobre cuestiones territoriales, porque a fin de cuentas, nuestro trabajo en la dirección de un parque cultural complejo nos obliga a precisar el modo cómo el imaginario produce territorialidad. 

La palabra fetiche proviene del portugués “feitiço”, que quiere decir hechizo. En su acción clásica es siempre un objeto material. Pero el fetiche no es cualquier objeto, sino que su particularidad reside en que se le atribuye una fuerza mágica. 

Relativo al concepto de “política pública”, este es un concepto-fetiche cuya fuerza mágica posee dos orígenes: a) es un simple concepto que de por sí carece de poder y que llega a tenerlo en virtud de una transferencia que le hace un hechicero; b) es un simple concepto práctico al que se considera ya depositario de un cierto poder. 

El hechicero no es, necesariamente, una persona individual, sino un complejo (de) funcionarios que asume el rol de operador colectivo de transferencia,  mediante un ritual de delegación de poderes, en que se juega -ni más ni menos- que el poder de la delegación

Un ministerio, por ejemplo, es un complejo de nociones cuya operatividad adquiere una cierta independencia y trasciende la existencia de los individuos; al punto que podemos considerar la hipótesis por la cual, en un ministerio-en-forma, no se requiere de ministro alguno, porque la institución funciona a pesar suyo, más allá de sí. La pragmática ministerial es el verdadero autor de la política; es decir, la tradición de una decretalidad que se manifiesta en las prácticas habituales de cumplimiento.

Política pública es un concepto-fetiche porque le ha sido atribuido un poder de designación de problemas que definen las condiciones de reproducción de aquellos agentes que administran su designación, a través del rito de delegación mencionado, que no hace otra cosa que encubrir la evidencia por la que podemos entender que el poder nunca está en el lugar que le suponemos residir. 

En el caso del territorio esta noción aparece como el encubrimiento de un tipo de construcción social que le fija de antemano a los actores sociales unos roles en la interpretación y calificación de una realidad local. Para su mejor delegación, hay funcionarios expertos en planificación (autoritaria) que asocian el concepto de territorio al concepto de campo social. No sé si le hacen un favor a Bourdieu, pero lo convocan con religiosa exactitud, al igual que a Touraine, pero por otros motivos. El primero les serviría para legitimar el diagnóstico, mientras el segundo habilita la gobernabilidad. 

De este modo, los territorios son campos donde operan los funcionarios premunidos de un mandato que debe ser ejecutado por unos “sujetos” que solo reciben el rol de agentes de recepción, sobre todo en ministerios como el de vivienda, que se ha especializado en la producción de una franja de ciudadanos de conveniencia,  que serán objeto del hechizo que el funcionario-chamán les va a traspasar para   la obtención de unas demandas. 

Por ejemplo, algunas de estas demandas corresponde al acceso a la vivienda. Pero el acceso está vinculado a desplazamientos migratorios que han re/dibujado el mapa de la segregación, de tal manera que su noción está signada por una insatisfacción que debe ser, en lo posible, mitigada, para impedir la progresión del deterioro. 

En el Parque Cultural  de Valparaíso fueron funcionarios del Estado quienes promovieron, en un inicio, la “ocupación ciudadana” del predio de la cárcel recién des/afectada, para combatir con medios auxiliares la tugurización inevitable y poder así poner coto a la voracidad de otros funcionarios, que buscaban enajenar rápidamente el mismo predio, para destinarlo a un propósito inmobiliario.  


Confieso en que la palabra Integración, empleada a mediados de los sesenta, al menos correspondía al deseo subjetivo de integrarse por mérito y esfuerzo propio; en cambio, la palabra Acceso remite a las posibilidades formales que el funcionariato le proporciona a un sujeto para obtener determinados bienes. No hay estrategia de lucha, sino  práctica del don.  (Ciertamente, los encargados de cultura debieran leer a Marcel Mauss. Me pregunto si en la biblioteca de Quilpué sus obras están en el catálogo).   En definitiva, no hay deseo de transformación de las cosas, sino solo mejoramiento. Eso quiere decir, mitigar la insatisfacción y la carencia de elementos de integración. 

La promoción popular que caracterizó el momento ascendente de la historia de los pobladores, se revirtió durante la dictadura mediante una política de vivienda social que favoreció la re-ubicación segregada.  La transición democrática permitió que  estas “políticas de vivienda” fuesen re-elaboradas, de una manera a lo menos paradojal; es decir, manteniendo al Estado lejos de la planificación urbana (paz-froimovichizando su gestión pública) y liberando el mercado del suelo. 

La conclusión resulta evidente y está al alcance de cualquier estudiante que lea los informes y diagnósticos de cualquier ONG dedicada al trabajo territorial. La creciente importancia del mercado inmobiliario en las decisiones sobre la composición social, calidad, escala y localización  de los nuevos conjuntos de vivienda ha producido ciudades cada vez más segregadas,  modificando el mapa  de oportunidades cada vez más desiguales para sus habitantes. 

¿Cuantos recursos se han invertido en investigaciones que nos conducen a una sola conclusión? Que las políticas públicas en el territorio no han logrado que el Estado tenga un rol decisivo en la planificación urbana, y tampoco han limitado la importancia del mercado inmobiliario. Estas dos verdades de perogrullo apuntan a entender que la política pública, más bien, contribuye a reproducir y a profundizar las diferencias entre los territorios. 

Todo lo anterior proviene de unos apuntes que tomé del Diagnóstico sociourbano territorio 5 Talca, de marzo-agosto del 2014, realizado por el programa Territorio y Acción Colectiva. Con mayor pertinencia que la mía, ellos llegaron a la siguiente conclusión: 


“Es por todo esto que se requiere que la ciudadanía y el Estado trabajen articulados, detectando las brechas en la calidad urbana y desarrollando planes de trabajo conjuntos para disminuirlos”. 

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