En Galería D21 (Nueva
de Lyon 19, Providencia, Santiago) exponen Del Canto / Guzmán / Serrano. Tres
artistas que viven y trabajan en la
Región de Valparaíso. Sin
embargo, no se caracterizan por reproducir la ideología habitual del pintor de
borde costero, que suele ser reconocido como “porteño” por un público muy específico, que
rinde culto a la imagen de un pasado de no cesa de perturbar el
presente. He sostenido que son pintores
de y del interior. Es decir, que sus trayectos vitales han estado siempre
sujetos a cumplir la trazabilidad del metro-tren, entre la Estación Puerto y
Limache. Todos ellos, por supuesto,
saben de sobra lo que significa la representación del pintor de provincia que,
como un síndrome fatal, reproduce Adolfo Couve en su “Lección de Pintura”. Pero más que nada, todos conocen las
fotografías de los murales eróticos que Monvoisin pintó en las casas del fundo
que compró cerca de Los Perales. Fotografías que fueron conocidas gracias a un
libro de tesoros regionales elaborado por
el laboratorio forense de la
¡PDI!.
Antonio Guzmán y Edgar del Canto estudiaron en Valparaíso.
El primero, en la UPLA; el segundo, en la Escuela Municipal de Bellas Artes. En
cambio, Henry Serrano estudió Bellas Artes en la escuela de una ciudad de
nombre impronunciable en la URSS. Pero
su familia era de Valparaíso. Aquí había
una familia que escuchaba el sonoro de acoplamiento de la señal de radio para
sintonizar Radio Moscú. Entonces, la tinta mimeográfica es contemporánea de la
huella que deja esa marca sonora en el mapa de una biografía recuperada.
Los tres artistas comparten un ácido sentido del humor, un
verdadero culto a la parodia silenciosa y al escepticismo metodológico, que los
lleva a poner en crisis las propias condiciones de lo que significa ser pintor,
en Valparaíso. Pintor, es mucho
decir. Serrano es un imprentero porque
no se puede liberar del peso fantasmático de la tinta de mimeógrafo. En alguna ocasión he hablado del
“inconsciente mimeográfico” de la izquierda chilena. Pero el (d)efecto de la tinta será el medio
apropiado para realizar un gran mapeo del movimiento de las fuerzas en el curso
de una batalla. Que viene a ser, la propia batalla de la tintura, en
Valparaíso.
Edgar del Canto, en cambio, es un pintor modelado por el
olor del aguarrás. Es un chiste duchampiano. Pinta porque le encanta el olor
del aguarrás. Eso es claro. Pero lo que
hace es “plasmar” su desencanto. De
todo. Hasta de Valparaíso. Lo hace
mediante un recurso que denota un gran respeto por las filiaciones y por las
historias que constituyen los mitos de referencia. Es así que se ha dedicado a
trabajar en el establecimiento del catálogo general de la obra de un gran
pintor porteño que trabajó en las fronteras de los años setenta y ochenta:
Marco Hughes. De modo que es un pintor que trabaja en el surco abierto por otro pintor. Y de esta
manera recupera una tendencia que en paralelo se estaba configurando con todas sus singularidades y que cabe dentro del “mote”
de la pintura surrealistizante.
Pero desde ese “mote”
que se comienza a armar es una pintura que apelando a un rencor modulado
y necesario, se apega a una
desestructuración de las escenas básicas de la representación de los
cuerpos. Entonces, la corporalidad se
confunde con los harapos de una vestimentalidad que se sostiene a duras penas,
en situación angustiosamente flotante.
Pero en esta exposición, presenta una serie de dibujos
realizados a lápiz, recortando pedazos de dibujos que provienen de otro lado,
como si fueran matrices desclasadas y descalzadas que se reconfiguran para dar
pie a imágenes obturadas, que remiten al colapso de la facialidad.
Antonio Guzmán, por su parte, viene de las polémicas locales
por la recomposición de una escena que tuvo que soportar la represión de los
universitarios “conceptuales” de la región.
Sin embargo, refugiado en el grupo de autodefensa que se llamó “Pintores
portugueses” atravesó el desierto y pasó
de una pintura de abiertos y
descorazonadores paisajes poblados de escenas circenses, que eran metáforas de una exclusión social
sublimada, a unas paródicas y ácidas operaciones gráficas que se concentraron
en las traiciones del aula como condición apropiada de reproducción de
subjetividad escolar.
Fue entonces que encontró en la “cabeza de burro” un emblema
de repetición gráfica destinado a sustituir la abstracción del cucurucho que
llevaba la inscripción del castigo escolar.
La hiper-comicidad realista de la cabeza pasó a sustituir la imagen de
la Autoridad, como recurso pervertido
que devuelve a la cara las
inconsecuencias e imposturas de la transferencia informativa. De ahí que
Antonio Guzmán se dedicó a dibujar con témpera escolar todos los atributos de
las láminas de otros pintores que se han vuelto referenciales en las láminas
impresas de las revistas de arte. Lo
cual es una manera muy maldita de reírse de los efectos de su propio maltrato
como un lector astuto y voraz de los procesos de reproducción de enseñanza.
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