El viernes
18 de octubre tuvo lugar la apertura del XIIº Festival Internacional de Danza
Contemporánea Danzalborde. Hace dos
años, el 21 de octubre del 2011 abrimos el Parque con la apertura del Xº
Festival. Asumimos la tarea de apertura en unas condiciones de recepción
bastante particulares, puesto que
nos hicimos cargo de un dispositivo cultural complejo y de envergadura,
sin equipamiento. ¡La cosa es sin
llorar!. A dos años de apertura hemos podido instalar unos protocolos de
funcionamiento, así como confeccionar unos manuales de cargo que permiten hoy
día definir un límite de exigencia específico para lo que se debiera entender
como gestión cultural.
Los
encuadres de apertura, que se han verificado a través de dos grandes ejes de
trabajo –Sentimental/Ciudad y territorio-
han puesto de relieve un rango formal desde el cual podemos esperar la
concreción de algunos avances significativos, en a lo menos dos áreas: la
producción de archivo y el fortalecimiento de la escena artística local. No me
cansaré de repetirlo. Es importante que esto quede claro. Les agradezco la
paciencia.
La gran
diferencia entre la apertura del 2011 y la de este año ha sido el
acrecentamiento, tanto de la
complejidad como del retardamiento del tiempo. En la primera había un solo, de
la compañía Mal Pelo, en que el cuerpo era instalado en la primera línea de una
reparación subjetiva. Esta
vez, digamos, ha habido un dúo, formado por Amalia Fernández y Juan Domínguez,
que se han ubicado en una línea sub-versiva
de trabajo; es decir, han puesto en escena el trabajo de un trabajo.
Más bien,
un trabajo en que se problematiza la noción de trabajo de producción de obra, en danza, retrayendo el método, para
disponerlo como herramienta de una versión subordinada. Y combatir la noción
ingenua de inspiración. Por eso,
digo, es una obra subversiva que se realiza bajo unas condiciones y unas
convicciones que buscan alcanzar
una especie de grado cero de movimiento y de escena-grafización,
justamente, por inversión literaria.
Llamemos a eso, puesta en abismo,
danza en la danza, relato en el relato. Ni elocuencia, ni amplificación, ni
ostentación estilística, sino retracción, economía gestual, regulación discursiva y
sobretodo, erudición paródica.
Todo eso es
comparable al trabajo que realizo en el Parque. Hagamos una broma: el Parque en
el Parque. Si, si. Cuestión de Método.
Lo que ha
habido este viernes 18 de octubre ha sido la puesta en escena de unos cuerpos
letrados que interpelan a la ciudad, tanto desde la “historia de la disciplina”
como desde su desmontaje y recomposición narrativa. No solo interpelan a la ciudad, sino al Parque, a su teatro,
como formato de cierre y de regulación de procesos. El teatro del Parque es un formato que regula no solo el
acceso de los espectadores, sino que pone en función unos protocolos de uso que
comprometen la actitud analítica de los intérpretes.
Una
situación semejante se planteó cuando realizamos el ciclo Territorios de la
Música, a comienzos de este año, en que presentamos a las orquestas juveniles e
infantiles de la región. El objetivo era hacerlos comparecer en un formato
destinado a su propia producción de subjetividad, como intérpretes. Una
experiencia de producir un modo de escucharse a si mismos. Escucharse es producir especularidad desde una práctica
específica “que nos hace ser mejores”. Si los jóvenes y los niños, intérpretes,
estaban en este lugar, era porque
existía una red de sostenimiento familiar
e institucional consistente, que operaba como condición mínima de
asociatividad. Es lo que se llama, poner
en evidencia la infraestructura psíquica del movimiento de las orquestas. En
este sentido, el Parque es una infraestructura psíquica objetualizada.
De esto se
trata: de fortalecer las escenas artísticas locales, en sus diversos niveles de
completud. Porque no todas las prácticas poseen la misma consistencia y no
todas exhiben las mismas fortalezas.
La
fortaleza de la danza está en su
falta de elocuencia, y más que nada, en el hecho que el cuerpo está puesto en
la primera línea de la ex-posición. Cuerpo fuera de sí, en una ciudad que no se
ahorra la endogámica
mezquindad defensiva de un origen-que-no-fue, pero que es re-inventado a la medida.
En dos
años, la política del Parque ha demostrado que es posible sostener una ficción,
anclada en el imaginario local, sin por ello tener que subordinarse a los dos
principales amenazas; a saber, por
un lado, la inconsistencia de prácticas limítrofes que nivelan
por abajo y se exhiben como portadores
de certificación, como si su invención de vulnerabilidad fuera un capital semilla, y por otro lado,
la subordinación a los pequeños negocios de la industria local del espectáculo,
que terminan convirtiendo todo lugar en espacio de feria.
Las amenazas
son graves, porque las prácticas limítrofes quisieran administrar este gran
equipamiento cultural, como espacio para la recomposición de sus redes de
subsistencia, financiado con dinero del Estado. La condición limítrofe se refiere a la
conversión inmediata de lo
cultural en excusa de agit-prop,
montada sobre una estética
setentera que nunca existió como se representa, pero que ha sido
reconfeccionada para saldar la deuda simbólica que acarrea el hundimiento de la
categoría de partido. Y no se extrañen que las cuotas en este terreno ya se
estén negociando; pero sin tener como referencia a Rosa Luxemburgo, sino al Lenin-del-pie-chiquitito.
La segunda
amenaza, que es como la contra-cara aparente de la primera, consiste en la privatización de la programación,
mediante el imperio del autofinanciamiento como castigo y como censura de
segundo grado. La única ficción la
instala quien pone el dinero. ¡Que grosería! De este modo, se piensa que el Parque debe ser prácticamente
subastado. Esto quiere decir, vendido
a la voracidad de segunda residencia.
Pero hay un pequeño problema. Los operadores se
olvidan que el Parque ya se
instaló como un dispositivo contra-gentrificante y que el “turismo de intereses
especiales” no pasa por el cerro Cárcel. Por aquí pasa, simplemente, la cultura de la resistencia corporal,
entendiendo que el cuerpo de sus habitantes es el (verdadero) patrimonio de la
ciudad. EL CUERPO PIENSA.
Esto lo
debiera saber la comitiva de la UNESCO. Decirles que hay gente que piensa que
todo este debate que se viene debe ser desplazado hacia formas de reproducción de una vida
social fuertemente anclada como
cultura popular urbana. Patrimonializar
el cuerpo es reproducir la vida, hoy, en este presente.
Fíjense
ustedes en lo que acaba de ocurrir con el Estanque. Ha habido un gran concurso
de arquitectura que ha permitido reconocer que cualquier cosa que se haga en
este terreno y en sus espacios próximos, debe ser entendido como expansión del
destino cultural que ya ha sido habilitado por la sola construcción del Parque.
Desde ahí ha sido posible formular una hipótesis sobre la recuperación
histórica del propio estanque, como dispositivo de almacenamiento de agua, pero
también, de algo más, que tiene que ver con la noción de mirador, de paseo, de equipamiento
de mediación destinado a los adultos mayores, porque ellos son el ESTANQUE SIMBÓLICO DE LA CIUDAD.
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