En mi última
entrega abordé la distinción que se instaló entre pintores autónomos y
muralistas subordinados. Sólo reconozco
una situación de hecho que sustituye a una primera distinción, que
colaboró con la fragilización del espacio pictórico. Esta primera distinción es
la que se instaló desde el año 2000 en adelante entre el arte local de
vanguardia y el espacio pictórico local. Es efectivo que el arte de vanguardia
fue oficializado por el aparato universitario, que discriminó en su propio seno
a la pintura, para satisfacer una demanda de carrera externa que debía
materializarse en un espacio metropolitano. Es decir, el destino del arte
oficial de la vanguardia local
-fondarizadamente garantizada- fue el reconocimiento parcial de parte de académicos europeos deseosos
de especialización en “arte de la
alternativa”. Los agentes locales se convirtieron en “tour operadores” de artistas
visitantes internacionales que, en términos estrictos, dejaron bastante poco en
insumos para el desarrollo de la escena local.
En la medida que la
vanguardia oficial local abandonó la ciudad para iniciar su frustrada carrera por fuera, le dejó el terreno
libre a los animadores sociales gráficos que, con el apoyo de la
carnavalización financiada, inició la progresiva saturación muralística de la
ciudad. Dejó de existir la vigilancia discursiva que uno hubiese esperado de
parte de los agentes más lúcidos de la plaza.
La instalación del PCdV como dispositivo de investigación de la escena
local tenía que encontrarse con la existencia de una escena pictórica
prácticamente clandestina; por no decir, subordinada. De este modo, Pintura
Latente I y Pintura Latente II
reconocen la
existencia de un bloque de trabajo realmente diverso, que se reproduce bajo
ciertas condiciones de restricción, sobre la que evidentemente, hay mucho paño
que cortar. Pero de que existe un paño, nadie lo puede dudar.
No se trata de
cantidad, pero es inevitable pensar que la vanguardia oficial omitió la
existencia de una práctica que con todas sus dificultades, se mantuvo gracias a
la perseverancia personal de
sus agentes. De lo que hay que
ocuparse, hoy día, es de los efectos amplificados de esta perseverancia. En un primer momento, esto significa
recoger algunas exigencias, tanto
en el plano del discurso como en
el terreno de la práctica pictórica, ligada al olor de la trementina, la
materialidad de los pigmentos y la permanencia de los aglutinantes. Para que,
en un segundo momento, desde
el manejo de la cocina clásica de la pintura, se pueda reflexionar sobre sus
expansiones y desplazamientos.
No es posible
inventar la pólvora, en pintura, pero de todos modos se puede intensificar el
discurso y la práctica. Comencemos con el
discurso, en el sentido de poder disponer en el espacio local de la
última reflexión internacional. Si la academia universitaria no ha hecho su
trabajo en este terreno, entonces hay que promover la transferencia
informativa desde el rol de un
Centro de Arte. Sigamos con el análisis de las prácticas, a través de clínicas
y residencias, invitando a artistas eminentes, reconocidos por su trabajo en la
recomposición de las escenas.
Lo que señalo con
anterioridad es un plan de fortalecimiento local de la pintura, a través de
iniciativas muy simples, pero responsables, destinadas a la pintura de una
atención crítica hacia sus deudas formales implícitas con la cultura popular
urbana. ¿Cuál es el fantasma que hay que combatir? El fantasma de la
ilustración. Tanto de la ilustración de la propia pintura como de la ilustración de la patrimonialidad.
¿De qué manera? Reconociendo la existencia de un bloque de pintura, en cuyo
seno habrá que hacer otras distinciones y plantear exigencias al
interior del propio campo pictórico.
Todo lo cual implica establecer nuevas confianzas y recuperar antiguas
formas de trabajo, a condición de
construir una mirada contemporánea que ponga en tensión la recomposición del
paisaje pictórico local.
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