En el Parque, en el marco de la exposición Pintura Latente II organizamos un Laboratorio, titulado La enseñanza de la pintura. En la
primera reunión del Laboratorio
expliqué el sentido del título y
la importancia de su importación desde la crítica de arte de comienzos
de los años setenta. En efecto, el origen es un libro que contiene un conjunto
de artículos de Marcelin Pleynet, publicado en francés en 1972 y cuya traducción castellana solo sería
conocida en Santiago en 1981.
Importa señalar que su puesta en circulación en la escena
santiaguina es contemporánea del texto de Lyotard, La pintura como dispositivo libidinal. Desde entonces se transformó en una
lectura ineludible para el espacio crítico, que de hecho era muy restringido.
Por eso, en esta experiencia de Laboratorio nos propusimos intensificar las referencias bibliográficas
para poner en pie un tipo de análisis de pintura que tome a cargo ciertos
avances metodológicos que ya a estas alturas resulta imposible desconsiderar.
En un encuentro con estudiantes que participan
en el Laboratorio, uno de ellos me increpó con sorprendente insolencia. Detrás
de mí, escuché la pregunta: “¿Y vos pintái?”. Me di vuelta y percibí la presencia de un joven cándidamente
desafiante, a quien le respondí que no; que no pintaba. Frente a lo cual,
agregó orgulloso: “¿Y cómo hablái de pintura, entonce?”.
En estos días tuve que viajar a Punta Arenas
para participar en el Taller Coloane. Durante el vuelo de regreso repasé la
lectura de otro viejo libro de Lyotard sobre la pintura de Monory, publicado en
1983. Reunía dos textos; uno, escrito en 1972, y el otro, en 1981. No pude
dejar de lamentar la intervención
del estudiante. Ese es el estado del debate local y es de entender la vergonzosa calidad de los argumentos que
aparecen en las redes sociales.
Durante el vuelo recordé otro incidente que me condujo
a pensar que la actitud del estudiante no era de sorprender, ya que hace un año
y medio atrás un reconocido dirigente político se oponía a mi arribo a la
Dirección del Parque porque yo “no había vivido el período de la ocupación
ciudadana de la Ex Cárcel, por lo cual no podía entender el sentido de lo que -en verdad- había ocurrido ”. No
era que el hombre hubiese empleado la categoría sartreana de “lo vivido”. Su
ingenua manifestación de violencia argumental ponía en duda la exigencia
metodológica de la microhistoria social. En su discurso precario la vivencia empírica sustituía la investigación histórica y la reconstrucción etnográfica de una experiencia. El trabajo
de dirección supone la realización de este análisis. Lo anticipa, porque la
experiencia de ocupación cultural de un espacio desafectado reproduce
iniciativas que ya han tenido lugar en el mundo, y su destino estaba ya escrito
en los numerosos estudios sobre este tipo de casos. No es original que un
espacio fabril o carcelario sea redestinado a un uso cultural. Desde hace más
de treinta años que esto ocurre.
En este terreno, el discurso del estudiante y
del dirigente son homogéneos. Me pregunto cómo es posible que con semejante
discurso este dirigente pueda ostentar una posisicón de representación. Sin
embargo, es posible que al comparar ambas
situaciones, el destino del estudiante sea representar-a-otros, porque en lo que se refiere a su práctica
profesional no va a llegar a ninguna parte.
Finalmente,
al llegar a mi casa me encontré con un correo, re-enviado por una eminente lectora,
en que me hacía estado de un artículo publicado por un periódico local on line,
donde se anunciaba que el circuito turístico destacaba el
arte urbano de Valparaíso. El
periódico construye un literal
doble standard, en que la forma de “dar la noticia” resulta sinónimo de una columna de opinión
encubierta. De este modo, el medio produce sus propios lectores convirtiéndose
en portavoz de un nicho social minoritario
que requiere exhibir sus condiciones de sobrevivencia. La animación social gráfica del cerro
Polanco, promovida -por lo que
tengo entendido- gracias a fondos concursables, se ha convertido en un “objeto exótico” para turistas
sociales deseosos de encontrar manifestaciones de libertad que en sus países de
procedencia no es posible encontrar. Para un turista francés o alemán
resulta sorprendente la excesiva disponibilidad de Valparaíso frente a este
tipo de agresión a la vida ciudadana. Los transgresores son perseguidos
judicialmente. El espacio público está regulado. Por eso es, justamente, un
espacio público. Regulado por una decretalidad que asegura la reproducción de formas de vida urbana. Dicha decretalidad es el producto de una
delegación y transferencia de poderes altamente elaborada, que en Valparaíso ha
llegado a formas de desconstitución crítica. Los medios electrónicos
alternativos –financiados con fondos concursables- hacen el trabajo de vocería
de sus propios lectores, aniquilando la información en provecho de la
propaganda de formas de
intervención política compensatoria.
La compensación aparece en los estudios sobre
las formas expresivas de la primera pintura mural. Pensemos en la pintura
rupestre. La comparación es
excesiva. Pero funciona. En el libro de Lyotard al que he hecho referencia, hay
una mención a Bataille, quien sostiene que la pintura mural se opone al
trabajo, de la misma manera como se oponen la figura fabricada del animal al
dominio eficaz del mundo, a través de la misma figura.
El acto pictográfico vendría a anticipar la
muerte sacrificial del animal. La pintura se situaría en el campo del in-poder,
mientras que la caza del animal en cuestión correspondería al campo del
trabajo. Lyotard va a sostener que no es necesario seguir a Bataille en la
búsqueda de una relación compensatoria entre el trabajo y el arte, que hace de
la mala conciencia el motivo de pintar. Si se piensa en la palabra compensación, el acto de pintar provendría de un
principio de culpabilidad. Lo que
se llama “política pública” para el arte, en general, toma como punto de
partida esta culpabilidad, a
través de la cuál se accede al imperativo punitivo de la práctica de arte
y se instala el dominio de la
exigencia de su impacto social justificativo, como lo señala la letra chica de
los fondos concursables.
La pintura mural es el modelo que satisface
inconcientemente la pulsión del burócrata de la cultura, porque a través de su
popularización castiga la
experimentalidad formal y subordina sus recursos al manejo extorsivo de una
amenaza inventada a la medida, donde el argumento de satisfacer el deseo
inmediato de los habitantes esconde el montaje de los “operadores de vulnerabilidad”.
La animación social gráfica incorporada al
circuito de un tour operador que hace de la vulnerabilidad un negocio no hace
más que realizar el acto ritual de marcar en el muro de viviendas que no les
pertenecen, la dimensión simbólica de sus carencias. La marca no hace más que
compensar la discriminación y
relocalizar la frustración de su in-poder, mediante la exhibición de
su indolente fragilidad
ostentatoria. Los únicos que ganan son los que organizan los proyectos
de animación gráfica como sustituto de representación orgánica.
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