El
viernes 8 de agosto participé en el restaurant El Sauce, de San Antonio, en un
coloquio destinado a potenciar el rol de Roberto Parra como un mito
constructivo de la ciudad. Esta decisión tiene que ver con instalar el dominio
de La Negra Ester como un dispositivo de investigación del imaginario local.
Para eso fui invitado: para hablar de los efectos de un método de intervención
cultural que he puesto en función en el Parque Cultural de Valparaíso y que recupera dos cosas fundamentales; la
culinariedad y la décima. Esto quiere
decir, en términos estrictos, la cocina hogareña y la poesía popular como ejes
de trabajo cultural.
Para
ser fiel a la hipótesis que sostuve en mi última entrega, debo volver a
insistir en que existen prácticas
rituales cuyos efectos estéticos son más consistentes que las producciones de
algunas prácticas artísticas. En San
Antonio, mitos sociales perdidos fueron recuperados por ritos que fijaron el
regreso de los residuos de una memoria.
Es aquí que entra a tallar el efecto
Roberto Parra como un atractor imaginario que condensa una franja de vida
de la ciudad, focalizada principalmente en el barrio Balmaceda. El hecho es que
un conjunto de esfuerzos locales se articulan para producir un efecto
institucional a partir del diagrama de una obra de arte. Este es el mayor
desafío.
En
mi trabajo de crítica activa en la dirección del Parque Cultural de Valparaíso,
he puesto el énfasis en cómo realizar una programación a partir de un análisis del imaginario local, teniendo como
eje de investigación determinados elementos
diagramáticos que proporcionan las obras. Con esto quiro decir que es
totalmente factible entender el trabajo de dirección de un centro cultural
complejo como una expansión del ejercicio de
la crítica.
En
el caso de Valparaíso tomé como sustrato dos obras cinematográficas que ayudan
a entender el período de configuración de la mayor densidad porteña del siglo
XX. Se trata de las películas de Joris Ivens (A Valparaíso, 1962) y de Aldo
Francia (Valparaíso, mi amor, 1969). Toda la argumentación al respecto se
encuentra expuesta en mi libro Escritura funcionaria, que publiqué en noviembre
del año pasado.
Este
“modelo de bolsillo” fue tomado por Mercedes Somalo, gestora cultural de San Antonio, quien lo
conectó con una línea de trabajo que con un grupo de personas ya venían
desarrollando de manera autónoma en ese puerto, destinado a recomponer el
tejido social del barrio Balmaceda.
Ciertamente, es necesario mencionar en esta iniciativa a la Fundación Siglo XXI (San Antonio) y a la
División El Teniente (CODELCO). Lo cual no deja de tener efectos significativos
en la escena cultural local, ya que señala una modalidad de trabajo cultural
que sobrepasa la acción de un centro cultural, ya que des/localiza sus
funciones y las re/localiza en los lugares en que efectivamente se produce la cultura cotidiana
de una comunidad.
Lo
que quiero decir es que la figura de Roberto Parra y la mitología productiva
forjada por la puesta en escena de La Negra Ester permite formular un eje de
recomposición de la socialidad. Ronald Kay, uno de los invitados al coloquio en
el restaurant hizo hincapié en sus recuerdos
de cómo fue testigo de la escritura de la obra. Pero además, de cómo era
el Chile de ese entonces, en la coyuntura simbólica de fines de los sesenta,
cuando la sociedad era menos permeable y las culturas urbanas sub-alternas eran
-efectivamente- no transversalizables. A
menos que se consolidara el movimiento social ascendente que llevó al gobierno
a la Unidad Popular. La transversalización de la sociedad no fue producto de
las luchas urbanas sino de la hegemonización del imaginario socil por parte de
los Medios. Fue en contra de esa pragmática del fetiche globalizador que Andrés
Pérez recupera La Negra Ester; precisamente, porque estaba ahí, y no la
habíamos visto/escuchado todavía, con el deseo puesto en la reconfiguración del
discurso de la corporalidad.
Es
así que en el coloquio, Boris Quercia leyó un fragmento de la obra para garantizar la filiación de su esfuerzo
actoral en el montaje con esta iniciativa
que agencian hoy día la legitimidad del efecto Roberto Parra, como un mito orgánico de la ciudad. ¿Cual es la base de dicho
efecto? La décima. ¿Y por qué? Porque reúne los elementos más arcaicos de la
oralidad que sostiene la depresión intermedia. Es así como llamamos en las
clases de geografía escolar al Valle Central. Eso es el vacío que queda entre
las dos cordilleras. Es el vacío donde se genera el lenguaje. Todo esto
funciona en la ficción transferencial de una poética eminente que asume su
merma al re/localizarse y convertirse en “voz propia” de un campesinado que
traslada a la ciudad los residuos de su sentimentalidad. Es así como La Negra
Ester se nos presenta como lo mas parecido a un “romance” que narra una
historia que siempre termina en tragedia; en este caso, la tragedia del amor.
Del amor de la ciudad.
De
lo que estoy hablando es algo más que la recuperación de un “ícono”, con la
ventaja de que la palabra “gentrificación” no ha entrado todavía a funcionar en
San Antonio. De este modo, el fortalecimiento de la memoria del barrio
Balmaceda instala la necesidad de conectar la escritura de La Negra Ester, con
la memoria social efectiva de los portuarios locales, que no ha sido convertida
en caricatura porque la situación discursiva no lo permite, al punto de que en
este coloquio, la presencia de históricos dirigentes sindicales y obreros
portuarios, garantizaban la operación de conversión del mito en una expresión
de la cultura urbana local.
¿Que
faltaba para sellar la operación? Valga la redundancia, esta situación
simbólica debía ser realizada por una operación de afirmación de la
culinariedad, ya que el canto del amor perdido está sellado por una secuencia
reparatoria, que se inicia en el consumo (pascual) pequeñas sopaipillas (como
hostias) para servir con pebre, para proseguir con calugas de pescado y
empanadas de cochayuyo, de modo que se pudiera terminar con un caldillo de
congrio, como condición material para sostener
la temporalidad del propio coloquio. El bálsamo que hacía posible la
lubricación del mecanismo de articulación entre imagen y palabra, entre
“poesía” y “vida”, no podía sino ser jarras vidriadas de vino navegado.
No
mencionaré al resto de los participantes del coloquio, ya que merecen una
columna entera por si mismos. Ya habrá un momento para ello, porque esta
compleja operación de desplazamiento de una diagrama de obra y su conversión en
eje de investigación de un imaginario local, no hace más que comenzar.
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