En Tsonami
2014, en el PCdV, Gilles Aubry, artista
suizo, presentó la performance Amplified
Souls (La amplificación de las
Almas), que explora la estética del ruido en las prácticas religiosas
neo-pentecostales en Kinshasa (República Democrática del Congo), involucrando
tecnologías de amplificación de audio, retroalimentación, distorsión y
registro. Esta performance está basada en
improvisaciones a partir de
registros que documentan un rito de
sanación espiritual y que fueron
grabados en el año 2011 durante sesiones colectivas de oración, prédicas complejas en las que intervienen
pronunciaciones ininteligibles que comparten dos características: estados de
éxtasis y “hablar en lenguas”. Esto es
propio de comunidades pentecostales para las que el don de lenguas es una expresión del
derrame del Espíritu Santo.
Entonces, don
de lenguas y amplificación desmesurada del sonido permite a los miembros de la
iglesia, enfrentar a los espíritus malignos.
El poderoso contexto sonoro de esta práctica ritual da fe tanto de poderes sobrenaturales en los que se sostiene
una cierta capacidad de amplificación
del alma, como de procedimientos que han transformado el campo religioso. Pero
eso debe ser objeto de otro análisis.
Por el momento, traigo en mi auxilio aquel personaje que aparece en El nombre de la rosa (Eco),
“que habla en lenguas”, para preceder otro estudio acerca de la impostación
delegada por quienes ejercen la no menos
ostentatoria profesión de ser-la-voz-de-los-que-no-tienen-voz e instalan su dominio entre la parcela de
los administradores de carencia y la
quinta de los agentes de rapiña, que ya he mencionado en la entrega anterior.
En el MNBA
(Santiago), Christian Boltanski, artista francés, inauguró Almas,
una retrospectiva de su trabajo, así como
una intervención inédita en la comunidad atacameña de Talabre, a los
pies del volcán Láscar, que está conectada vía streeming con el museo y
que tiene por título Animitas.
Hay en todo
esto, una cierta puesta en abismo: en una de las rotondas del MNBA se
proyecta la transmisión en vivo de este
monumento conceptual, compuesto por cientos de campanas japonesas sobre estacas
que se ubican en un lugar en estricta relación con el mapa estelar de la noche
de nacimiento de Botanski, en 1944, hijo de un padre judío y de una madre
católica, en la Francia de la segunda guerra.
Boltanski
conoció el documental de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz, y
supo que debía trabajar en la
trazabilidad de su poética. Pero la amplificó hacia otras dimensiones,
provocando la retención del vacío mediante la sobreposición de la historia
universal (su lugar en el cosmos) y la historia personal, marcada por la shoah. No es posible no hablar de la Gran
Catástrofe. Pero es posible ir más allá
de la biografía, para instalarse entre lo fallado y lo fallido
de la historia contemporánea.
En la
instalación de Talabre, las campanas japonesas son residuos de identidades
sonoras que remiten a la extrema fragilidad del enunciado propio que se hace responsable
y custodio de los lugares de memoria. Porque en definitiva, puede convertir
cualquier lugar, en lugar de memoria, (pero) bajo ciertas condiciones.
Entonces,
tenemos en Santiago (museo) y en Valparaiso (espacio cultural) dos grandes
obras de “arte sonoro”, que tienen como común denominador el empleo de la palabra alma
en sus títulos. Pero de inmediato
aparece la diferenciación enunciativa, porque Boltanski apela al sonido
reparador, mientras Aubry recurre a los desbordes lenguajeros de una comunidad
como índice de escurrimiento crítico de la espiritualidad.
Tanto la
glosolalia en Aubry como la retracción sonora en Boltanski, apelan al regreso a las condiciones
pre-verbales de procedimientos de
enunciación. Sin embargo, no dejan de
plantear inquietantes preguntas que en el espacio porteño forman parte de una
reversión formal convertida en “monumento ciudadano”.
Me
refiero a dos situaciones que tienen gran
aceptación local en la desnivelada
admisión del funcionariato. Gracias al efecto glorioso de asignaciones directas
de fondos, realizadas por agentes culturales que operan como administradores de
carencia simbólica, tenemos -por una
parte- la oralidad coprolálica con
su coreografía vandalizante correspondiente, practicada por sectores juveniles con síndrome de abstinencia, y disponemos
-por otra parte- de la regulada compulsión a la repetición que
agrupaciones sonoras básicas esgrimen como amenaza del “regreso de lo
reprimido” (!a recuperar la indigencia perdida como capital social destinado a
legitimar la solicitud de subsidios!).
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