lunes, 10 de julio de 2017

CULTURA DE EMERGENCIA (2)



Antonio Guzmán, Edgar del Canto y Henry Serrano son artistas que viven y trabajan, mayoritariamente, entre Quilpué, Valparaíso, Limache y Santiago. De modo que poseen la experiencia de entrar y salir de Valparaíso, tomar distancia y al mismo tiempo padecer lo que significa estar subordinado a la tiránica voluntad de una autoridad que administra la excepción como su condición de existencia política.



Viajar a exponer a Buenos Aires en la galería Archimboldo es producir una distancia necesaria, para montar la ficción de un regreso. ¡Cuantas veces lo hemos dicho! Solo se viaja para tener que volver.  ¿Qué significa viajar, para un artista que vive la excepción como normalidad? Sin duda, encontrarse con otras historias de excepción.  Pero en verdad, se viaja  para buscar herramientas  que fueron pensadas para una cosa, pero al ser transportadas de regreso son empleadas en otra cosa, desestimando el manual de instrucciones, haciéndolas operar en un terreno para el que no fueron pensadas. De este modo, lo más importante del viaje es el efecto de regreso.

Exponer  en Buenos Aires no sería más que una  extraordinaria excusa para tener que salir a saludar a aquellos  cuya mirada, en la distancia y el olvido, sin saberlo, legitiman el viaje.  Al fin y al cabo, viajan para conocer a las “fuerzas extranjeras” a las que solicitarán su apoyo.  Sobre todo, en el terreno del abastecimiento de insumos para fortalecer el regreso y enfrentar con la “fuerza del saber”, a los agentes de gestión que normalizan  -en Valparaíso-  la excepción. 

En esta experiencia, no habría viaje si no existiera la hospitalidad que asegura la superficie de recepción de estas obras en la galería de Pelusa Borthwick, que es una gran conocedora de las obstáculos inscriptivos de los artistas de Valparaíso.  Para explicar de qué se trata esta exposición y cual es el sentido que tiene la noción de emergencia en Chile, hay que remitirse a la experiencia de reconstrucción de una caleta, cerca de Mehuin, a unos setenta kilómetros al norte de Valdivia.   

El nombre de esta caleta es Mississipi y  designa  un caserío que fue destruido por el maremoto de mayo de 1969.  En el  “paquete” de ayuda estadounidense venía un pueblo de emergencia,  donado por el Estado de Mississipi. Por eso, lo que se levantó después del desastre,  gracias a la “ayuda externa”, tomó ese nombre.  Pero al cabo de un tiempo, lo que era de emergencia se convirtió en permanente, en algo definitivo.  

En Valparaíso, luego de un incendio,  se ha aprendido a “tallar” con la noción de emergencia. La Autoridad encuentra la ocasión para recuperar el carácter de “habitación de emergencia”, instalada en una zona ocupada, para recordar a sus moradores que les ha llegado el momento de no regresar a edificar sus moradas en una zona de riesgo.  Los damnificados entienden que es la excusa para des-hacerse de ellos y no tomar en consideración los años de “ocupación ilegal” de un terreno, que al cabo de un tiempo razonable es reconocido por la Autoridad,  que termina por atribuir los “títulos de dominio”. Pero este es un proceso que puede durar treinta años. Lo que importa es poder documentar esa permanencia mediante una acreditación histórica de la soberanización.  De hecho, hay comunidades de pobladores de emplazamientos ilegales  cuya permanencia ya supera la condición de una emergencia, que han logrado importantes fallos en la Justicia,  ya que en virtud de su permanencia han obtenido derechos, en función de lo cual la Autoridad no puede hacer efectivo un desalojo. 

Lo anterior remite a la consideración según la cual, la historia de la propiedad urbana en Valparaíso, está en gran parte definida por la soberanización de ocupaciones ilegales; lo cual termina por definir un carácter. Un incendio, entonces, es la gran posibilidad que tiene la Autoridad para redefinir el mapa de la propiedad. Todo depende de cómo  ésta realice  el manejo de la reconstrucción.  Lo genial es que los planes de reconstrucción siempre son concebidos como la oportunidad que tiene la Autoridad, de poner orden, allí donde hasta ahora no había podido regimentar las intensidades sociales. Y  la experiencia  indica que las comunidades afectadas por el estado de excepción, en la medida que éste  ya es una normalidad, pueden responder de mejor manera a la política de reconstrucción represiva.

Nada de lo que he referido cabe en una política de recuperación del turismo cultural, que apuesta  por dos  fenómenos:  1.-  la explotación de la nostalgia  por  el hábitat del enclave británico de la época de mayor subordinación de la burguesía mercantilista; y 2.-  a la explotación escenográfica de la “ruinificación” de la ciudad, porque la normalización del estado de emergencia termina por acrecentar el deterioro de la noción misma de Patrimonio, que es una palabra que no me había resuelto a emplear hasta ahora. De este modo, es evidente que se habla de dos, de tres, de cuatro ciudades, sobrepuestas por unas funciones que no logran hacer de sus diferencias un conjunto orgánico-político reproductible en el sentido de una “ciudad duradera”.

Lo que he referido es el contexto  en que trabajan  Antonio Guzmán, Edgar del Canto y Henry Serrano, practicando un “estado de emergencia de la imagen” ya convertida en normalidad referencia, en el borde de sus propias tentativas de fijar  aquellos momentos críticos que  ponen en evidencia  su magistral impostura simbólica y material.












domingo, 9 de julio de 2017

CULTURA DE EMERGENCIA


En Chile, ¡quien no lo sabe!: las palabras “estado de emergencia” forman parte del léxico común desde que tenemos uso de memoria.  Nuestro actual concepto de estado de excepción viene de una ley  que data del año 1969, pero que proviene de la época del terremoto de mayo de 1960 en Concepción y Valdivia, en que por vez primera se  hizo uso del concepto de calamidad pública como causa para decretar una zona de emergencia.  

Por calamidad pública  se entiende el resultado provocado por la manifestación, ya sea de un evento natural  como  antropogénico no intencional, que por el hecho de  encontrar condiciones  de vulnerabilidad en  personas, bienes,  infraestructura, causa daños o pérdidas humanas, materiales, económicas o ambientales, generando una alteración intensa  y extendida que perturba  las condiciones normales de funcionamiento de población, en un determinado territorio.  Lo cual exige a la autoridad la ejecución de acciones que respondan a la emergencia y contribuyan a la rehabilitación y reconstrucción. Pero el concepto posee una historia más larga, que nos remite a los Romanos y a las iniciativas que pusieron en pie para enfrentarse a las embestidas bárbaras.




                              (Fragmento, obra de Antonio Guzmán)


Es evidente que el estado de excepción pone en evidencia la fragilidad del estado de cohesión  de un conjunto social determinado. Esto es lo que ocurre en una ciudad que sus niveles de gobernabilidad están por debajo de lo que la pragmática de su autoridad pone en movimiento para legitimar  su reproducción. Porque, en definitiva, es la propia condición de hacer viable una ciudad en la que ser radical es cumplir la ley, porque siempre se vive un poco más allá del borde, como si ninguna trasgresión se constituyera en delito, donde apenas hay normas fijas y la gestión del territorio se convierte en procedimiento policial de manejo de intensidades sociales para las que la excepción ya es la normalidad. Tanto la autoridad como los ciudadanos se autorizan a realizar cosas que la ley no autoriza porque se da por sentado que deben enfrentar situaciones excepcionales. 

La cultura se convirtió en Valparaíso en una empresa simbólica que favorece  la soberanización extorsiva de grupos sociales que exigen del Estado una preocupación mayor en la gestión de sobrevivencia.  En tal caso, la calamidad pública es el efecto a construir para legitimar las medidas de mitigación de la catástrofe de gestión de la vida cotidiana. Los organismos de Cultura permiten que dicha legitimación sea habilitada para ejercer su control de la vulnerabilidad, a través del montaje expresivo de programas de rehabilitación que implican la puesta en marcha de una “cultura de la micro-reparación”.



                             (Fragmento, obra de Edgar del Canto)