lunes, 29 de abril de 2013

INFORME DE LA SITUACIÓN CONCRETA


A estas alturas del año es preciso hacer un Informe. No un relato de actividades, donde las cosas aparecen descritas sin relieves. Todas las actividades en el Parque obedecen a un guión general, a un principio editorial que jerarquiza las decisiones y las hace operar en la dinámica propuesta por los encuadres de apertura. Hago un recordatorio: primer año, Sentimental, el cuerpo como patrimonio; segundo año, Ciudad y Territorio, la edición de habitabilidad como patrimonio.  En relación a esto último, la elaboración del concepto de muralismo expandido se propone entregar antecedentes críticos para un debate sobre los derechos de la facialidad edificatoria y la preservación del mobiliario público. Lo que no significa que hayamos relegado nuestra preocupación por la corporalidad; muy por el contrario, los encuadres tienen hoy día un desarrollo paralelo, si bien es en Ciudad y Territorio que ponemos mayor énfasis. De todos modos, el cuerpo será siempre nuestra preocupación diagramático. Lo cual implica entender que el Parque es, también, un cuerpo en obra; un cuerpo obra. 

Las tres piezas de arte que han sido dispuestas en la fachada de los edificios y en la explanada, ponen el acento en la representación de la corporalidad. Un hombre se levanta y busca en un mapa. Un hombre excava para desenterrar unos vestigios. Un hombre es objeto de castigo por hablar  con libertad de palabra. Todo lo cual tiene que ver con la construcción de un discurso de la ciudad: el mapa, las huellas, la verdad.

El trabajo de Erick Beltrán –Parresía- recurre a un discurso específico de la mitología, para instalar la idea del riesgo que aceptan correr los hombres por su decir verdadero. Edgardo Castro, filósofo argentino, en su Diccionario Foucault (Siglo XXI editores, Buenos Aires, 2011)  señala que la parresia es “una forma de ejercicio del poder a través de la palabra o, mejor, es una noción que permite articular la constitución política  con el ejercicio efectivo del poder“. En este sentido, Erick Beltrán le atribuye a ciertas prácticas artísticas la tarea de correr el riesgo de hacer efectiva la articulación precedente. Finalmente, es el riesgo que debe estar dispuesto a correr una institución cultural en las relaciones entre ciudad y verdad.

En relación a esto último, hay un pasaje de Foucault (en El Gobierno de si y de los otros) en que al analizar el libro VIII de la República, aborda el tema de la mala ciudad democrática que conduce a la anarquía. Siempre he sostenido que Valparaíso es nuestro laboratorio greco-latino más eficaz.  Broma aparte, la analítica expuesta en estos escritos y en diversas entrevistas  se ha tenido que enfrentar a la rivalidad de quienes, refugiados en una ostentosa docta ignorancia, guían sus acciones cívicas de acuerdo a la pregunta “¿Cómo voy ahí?“.

Mi principal escollo en la conducción del PCdV ha sido tener que enfrentar “la lógica de los pingos“.  Es decir,  la actividad sistemática de operadores que habilitan agentes de vigilancia y  de obstrucción objetiva, encarnando un logos que rompe su relación con la verdad, subordinando las acciones a compromisos  de secta, sociológicamente hablando. Cumplir con las lógicas de secta causa un grave daño a la profesionalización del sector.

Opongo a la “lógica de los pingos” el rigor de un diagrama de trabajo. Ingresemos –nuevamente- a la sala de artes visuales, para relevar una obra como la de Patrick Steeger, Políticas Públicas. Esta podría haber podido asumir el mismo título que el de la obra de Erick Beltrán.  Sobre todo, por un detalle, que tiene que ver con la sombra acarreada de la torre de vigilancia. Lo decisivo, en esa obra, más que las huellas de quema, es la sombra de la estructura dibujada sobre el muro, porque reproduce un retrato del estado de deseo social, respecto de la verdad de un programa. 

Ahora, por cierto, la quema es el  efecto de un acto deliberado y remite a la relación de las instituciones con la vandalización del espacio público.  No es solo la evocación de una torre de vigilancia cívica, sino la construcción de un acceso a un mirador de incendio forestal, desde donde es posible apreciar las dimensiones de una “reserva natural”.

¿Qué es lo que ocurre cuando ya no podemos recurrir a esta noción de “reserva natural”?  Lo que queda planteado es la inevitable y dolorosa certeza de  la existencia de una  “reserva cultural” que ha sido arrasada y de la que solo quedan los restos de la torre desde la que podían ser “monitoreados“   procesos de manejo de  intensidades sociales. ¿No es acaso el secreto destino de las instituciones culturales?  

Esta instalación de madera que simula ser una torre de vigilancia carbonizada explora, además,  la noción de borde fronterizo, de poder y fragilidad. La fortaleza de la torre como dispositivo de control se desvanece al ser carbonizada. Ahora bien: el acto de quemarla va más allá de su condición física, pues “una torre de vigilancia no se quema por accidente sino que nos sitúa en un acto de  violencia brutal: no se quema un objeto sino a una persona en un acto deliberado desde el exterior, desde la posición del espectador”, dice el artista.

Aquí, lo que debe fijar vuestra atención es el dispositivo de proyección de la sombra. No solo se trata de una toque carbonizada, sino cuya sombra se proyecta sobre el muro de la galería. Esta es una pieza que repone a circular el mito de la invención de la pintura. Entonces, hay que poner al estudiante en contacto con el relato de Plinio El Viejo, en que relata la fábula de la invención del dibujo a través de la historia de la hija del alfarero de Corinto, que dibuja en el muro el contorno del cuerpo de su amante que se va de viaje. Es decir, que la abandona. Y todo esto, para figurar una representación de las políticas públicas como construcción ilusoria de un abandono compensado.  Lo que está en el centro del problema es la sombra de una política, que a su vez, no puede darse a ver sino como efecto espectral del escamoteo de una promesa. 

El problema es que no se desea saber cual es la dimensión de la promesa, encubierta por la ilusión  inclusiva que trabaja sobre la explotación de las vulnerabilidades de los otros.
Esto debe ser el objeto del Informe de la Situación Concreta (por venir).

lunes, 22 de abril de 2013

Cine y Arquitectura


Hay un pasaje en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica en que
Benjamín construye un paralelismo implícito entre cine y arquitectura. Esta es una
hipótesis que trabaja el escritor y filósofo argentino Eduardo Grünner en un libro cuya
lectura recomiendo, a quienes manifiestan su preocupación por desarrollar un trabajo
riguroso en el espacio cultural. El título es El sitio de la mirada. El sub-título es más
sugerente aún: Secretos de la imagen y silencios del arte. Es sobre esta lectura que he
levantado la hipótesis sobre el muralismo expandido en Valparaíso. Señalo, al pasar,
que la palabra expandido proviene de un texto famoso de Rossalind Kraus, la crítica
norteamericana, en que forja el término de escultura en el campo expandido. Está en
su libro La originalidad de la vanguardia y otros mitos modernos, Alianza Editorial,
Madrid, 1996, pp. 289-303.

Menciono las fuentes pensando en los comentaristas que depositan sus opiniones en
las redes y en El Martutino. Incluso, este último texto se puede bajar en Internet.
De hecho, se inicia con la descripción de una excavación. La obra del argentino
Eduardo Basualto, en la exposición actualmente en el PCdV, puede ser perfectamente
considerada como una obra de escultura expandida. Una escultura “hacia adentro”.
Lo que la pone en relación con el trabajo ya histórico de Silvio Paredes, en el curso de
Vilches, cuando realiza las excavaciones en serie en el patio de la escuela y las declara
“edición de grabado”. Era la época en que se formó el concepto de “desplazamiento del
grabado”. No quise usar el término “desplazamiento del muralismo” porque obedece a
otro campo de teoría. Preferí recurrir al término expandido para tipificar este muralismo
implícito y no menos monumental que es preciso reconstruir desde las obras de Joris
Ivens y Aldo Francia.

Vuelvo a repetir: ellos son los que realizan el muralismo porteño contemporáneo. El
muralismo radical está en esa cinematografía. Y lo que hay que pensar es el alcance de
la palabra realizar. ¿Qué significa que Joris Ivens y Aldo Francia realicen el muralismo?
Simplemente, quiere decir que completan sus posibilidades narrativas haciéndolo
depender del aparto de base del cine, superando formalmente su perspectiva al
densificar mediante el montaje esa misma narrativa. Lo que aparece en esas películas
es el rango de exigencia de trato con el imaginario de la propia arquitectura, antes de la
era del patrimonio. Lo que esa filmografía instala es una cierta idea del cine de poesía.
Más bien, Ivens hace, sin quererlo, un tipo de cine de poesía que ya en esa misma
época ensaya Pasolini. Imaginen ustedes lo que puede significar poner en contacto A
Valparaíso con La Rabbia. Pero Francia termina a medio camino entre un cine de poesía
del Tercer Mundo y un cine-novela-mural que termina por designar la dimensión del
naufragio que se viene.

Regreso al texto de Benjamín relevado por Grünner. Es un pasaje poco frecuentado
por los comentaristas de su obra. Grünner sostiene que Benjamín, luego de reflexionar
sobre la manera en que las “masas dispersas” asistentes a la recepción cinematográfica
han modificado la índole de la percepción estética, construye un paralelismo implícito
entre el cine y la arquitectura. En este pasaje elabora una articulación, en la obra,
entre “uso táctil” y “contemplación óptica”. Escribe Benjamin: “Las edificaciones
pueden ser recibidas de dos maneras: por el uso y por la contemplación”. La frase es
extraordinaria. Por tactilidad se entiende uso transformado del espacio y del tiempo.
El cine no debe ser abordado en comparación con la pintura, la novela o el teatro, sino
con la arquitectura, “puesto que se trata de los dos artes que más han contribuido a
redefinir históricamente la relación “táctil” de los sujetos con su espacio vital cotidiano”
(Grünner). En este sentido, el cine permite una condensación, un “estiramiento
temporal” que ninguna otra práctica artística puede alcanzar. En la relación arquitectura
y cine se cierra un círculo antropológico en que lo más arcaico se encuentra con lo más
actual.

Lo arcaico es la memoria de Valparaíso conservada en la arquitectura. Pero el turismo
patrimonializante la ha convertido en nostalgia tradicionalista. El muralismo de hoy le
proporciona a esa nostalgia un argumento que banaliza la memoria. El muralismo solo
es verificable tal como lo conocemos solamente desde bien pasados los años noventa.
Es decir, es un fenómeno nuevo. La pintura que involucra se inventa una tradición
que hace estallar la contemplación óptica localizada en la estabilidad edificatoria de la
fachada. La pintura mural decorativa se presenta como una violenta desconfiguración
del espacio táctil de la arquitectura, operando como extensión de una burocracia cultural
que programa su acción sobre un estado no-conciente de los grupos sociales.

Lo actual es el corto circuito que esta cinematografía (muralismo expandido)
produce con la infelicidad del presente, para reconstruir sobre las ruinas del progreso
(patrimonio) una “memoria anticipada“. Estas ruinas son la manifestación de la historia
de los vencedores, que inventan una patrimonialidad para permitir la pervivencia de lo
arcaico. La pintura mural compensa el fracaso de su política. La “memoria anticipada”
-el término es de Ernst Bloch- por las obras de Joris Ivens y Aldo Francia recompone
la continuidad discontinua de la historia de los vencidos, respecto de la que los pintores
muralistas son los bufones gráficos de la historia de fracaso de los vencedores.

miércoles, 17 de abril de 2013

Pintura Mural (4)


En su texto del 2005 Pedro Sepúlveda le da duro a Siqueiros. Tiene razón. Vino en otro contexto. Tengo un ensayo sobre esta visita problemática que se titula El efecto Siqueiros. Lo subiré a mi página www.justopastormellado.cl como una contribución al debate sobre el muralismo porteño. 

En este instante estoy por terminar la puesta en edición de un libro sobre la restauración de los murales mexicanos en Chillán y Concepción. En mi entrega anterior entregué informaciones sobre los murales de artistas chilenos en ambas ciudades. Pero nadie ha escrito mucho sobre los muralistas mexicanos. Aparte de mis amigos Fidel Torres, Rodrigo Vera y Luis Arias. De hecho, este último ha podido encontrar en el archivo de la Sala de Arte Público Siqueiros en México D.F., un conjunto de fotografías en blanco y negro, que  yo jamás había visto, que reproduce  el traspaso de los bocetos de Siqueiros sobre el muro curvo de masonite que hizo instalar en la biblioteca de la escuela, para modificar la perspectiva.

El terremoto del 27 de febrero provocó el colapso del plafond en la caja de escala del edificio de la Escuela México de Chillán. A fines del 2009 se había entregado la última restauración realizada al mural de Siqueiros. Pero el de  Xavier Guerrero se fue al suelo en la escalera. Entonces se formó  una misión chileno-mexicana que se puso a la tarea de realizar esta  nueva restauración.

Todo empezó cuando un genial ingeniero mexicano de la UNAM –Roberto Sánchez- se presentó en la sede del Consejo de Monumentos Nacionales, porque hacía sido enviado por su universidad a colaborar en las tareas de reconstrucción. Entonces se organizó la primera visita para hacer el primer informe de daños. Luego vino el diagnóstico, la propuesta de restauración, y finalmente, la ejecución de las obras.  Todo eso ha dado pie a un libro que hace algo más que documentar el proceso.

Hasta el 27 de febrero, confieso que jamás le di mucha importancia al mural de Xavier Guerrero. El colapso me obligó a poner atención en su obra, porque ésta había sufrido una especie de ostracismo, porque lo que uno iba a ver a Chillán era, siempre, el mural de Siqueiros. El de Guerrero, más lírico, siempre pasaba a segundo plano, hasta ahora, en que su restauración ha puesto en circulación una formal re-atención en su obra de muralista autónomo.

Valdría la pena organizar viajes de estudio a Chillán, nada más que para ir a ver lo que el crítico norteamericano Lincoln Kirstein declaro en 1942 como la “capilla Sixtina del arte latinoamericano”.  Hay que ir de un día para otro, siguiendo el ejemplo de la barra del Wanderers. Hay que pagar una cuota, contratar  un buen bus, dormir bien, visitar durante toda una mañana los murales y regresar. Es imperativo. De hecho, solicitaré a Pedro Sepúlveda su colaboración para la organización de este viaje de trabajo a conocer los murales de la Escuela México de Chillán.

En la redacción del ensayo que tuve que escribir para el libro que he mencionado, me encontré con un artículo escrito por la propia María Izquierdo, la gran artista mexicana, para una revista mexicana, en junio de 1942. Para la época, si el mural fue inaugurado a comienzos del año, que ya en junio hubiera un artículo sobre el caso es una prueba de lo que este acontecimiento significaba para México. De hecho, en este artículo, María Izquierdo solo menciona el mural de Guerrero. No dice una palabra de Siqueiros. No se pasaban. Siqueiros y Rivera, poco después, votan en su contra en un concurso para realizar un mural. La ningunearon.

Ahora bien: en el mural de  Guerrero hay una situación iconográfica de extraordinario interés, que no puede ser dejado de lado. Un artista chileno  se  hizo famoso en los años ochenta por el empleo de imágenes de plomadas y reglas de nivel. Bueno. El caso es que en el mural de la escuela, Guerrero aprovechó una viga del hall de ingreso para pintar sobre ella una regla de nivel. Bajo esa regla han circulado generaciones de niños y de niñas chillanejas, desde 1942 hasta ahora.

La regla fue convertida en el marco que separa el ingreso entre la calle y el aula. Luego, lo más sorprendente es que a la derecha, sobre el dintel de la puerta de la oficina del director, Guerrero pintó a una mujer indígena, la que en una mano sostiene un compás y en la otra, una plomada. No sé si me explico. Guerrero emplea imágenes que va a buscar al yacimiento iconográfico de la francmasonería.  Ya no es un misterio para nadie que la iconografía del primer muralismo está plagada de estos signos y que Diego Rivera formaba parte de la Logia Quetzalcoatl.

Es decir, la escuela es el dispositivo en el que la regla, el compás y la plomada operan como significantes educativos. El mural en la escuela es una expansión del libro y pone de manifiesto el programa educativo vasconcelista-mistraliano. Estoy hablando de los años treinta, que son años cercanos al arribo de la primera delegación de maestros mexicanos que han venido a Chile a realizar una campaña de alfabetización. El embajador mexicano de la época nombró a los maestro como agregados culturales. Estos se pusieron a enseñar a leer en los campos y fueron acusados de promover principios revolucionarios. El embajador fue declarado persona non grata.  Estos son los antecedentes del arribo de Siqueiros a Chillán nen 1941. 

martes, 16 de abril de 2013

Pintura Mural (3)


Pedro Sepúlveda interviene en el espacio de comentario de este blog, insertando un artículo que publicó  en  agosto del 2005 para la revista Ciudad Invisible. En este realiza un análisis muy similar al que he sostenido en las  dos últimas entregas. Aprovecho su fraternal contribución para desarrollar una comparación que a estas alturas resulta ineludible.

Pedro Sepúlveda se refiere en dos ocasiones al Mural de la Farmacia Maluje,  en Concepción, para  entregar una prueba de la docta ignorancia de quienes defienden la “tradición” del muralismo porteño. En efecto, este mural de Julio Escámez data de 1957 y fue realizado en la doble altura de un edificio que fue concebido para acogerlo. Este mural  reproduce una narración local  de la historia de la farmacopea, desde la herboristería mapuche hasta la enseñanza de medicina en la Universidad de Concepción, pasando por la farmacia jesuítica. En tres paneles, Escámez hace el relato de una historia local que culmina con un análisis de coyuntura, en que retrata a la intelectualidad que define las coordenadas de la producción artística de la escena local. Entre ellos, los primeros, son los albañiles que trabajan en el mural. Luego, Nemesio Antúnez, Nicanor Parra, Violeta Parra, el doctor San Martín, la enfermera Juana Gutiérrez, el arquitecto Maco Gutiérrez, la actriz Orieta Escámez, el químico y escritor Daniel Belmar, entre otras personalidades. Es importante la presencia de los albañiles. Los intelectuales en cuestión se auto representan como albañiles de la historia.

Pequeño detalle: en 1970, Roberto Matta se va a hacer fotografiar junto a los estucadores, cuando realiza las famosas pinturas sobre tela de yute, con barro, yeso y paja, en el hall central del Museo de Bellas Artes. 

En el mismo instante en que Julio Escámez realiza el mural de la Farmacia Maluje, Violeta Parra realiza la  recuperación del canto popular campesino de la región de Florida y Nemesio Antúnez descubre la cerámica negra de Quinchamalí. Esta es una coyuntura excepcional para el desarrollo de la escena cultural local. No dejo de mencionar la proximidad del teatro universitario y la realización de las escuelas de verano. Esto es lo que se llama densidad institucional afirmada en las prácticas.

En Valparaíso, una coyuntura similar se produce en los primeros años de la década del sesenta, cuando  ATEVA realiza el montaje de Esperando a Godot, Joris Ivens filma A Valparaiso y Aldo Francia funda el cine club de Viña del Mar. En otro orden de relaciones, Sergio Vuskovic y Osvaldo Fernández  anticipan el debate cristiano-marxista y hacen funcionar el Instituto de Estudios Populares. Esto quiere decir que  entre 1959 y 1964 existe en Valparaíso una densidad intelectual y política que permite aceleraciones formales significativas, que darán pie al desarrollo de otras iniciativas en la segunda mitad de esa década.

Solo comparo las densidades coyunturales de dos ciudades: Concepción y Valparaíso.

En la primera, la cohesión del imaginario local está dada por el muralismo,  que reproduce el efecto organizativo de la cultura popular y sus efectos prácticos en la cultura urbana. En la segunda, es en torno a la retórica visual del cine y del teatro que se produce la aceleración formal de la escena porteña. Es decir,  que la relación de la creación artística con el espacio público se verifica en la producción cinematográfica local, entendida como arte público. 

Anotemos: Festival Latinoamericano de Cine, Valparaíso, mi amor y Ya no basta con rezar.  Lo que significa que la “verdadera pintura mural porteña” está realizada (y superada) por la obra cinematográfica de Aldo Francia, ya, en los años setenta. De este modo sostengo que las iniciativas actuales de pintura mural  son  iniciativas regresivas y formalmente conservadoras,  que barren  las conquistas formales y políticas de los intelectuales y artistas porteños de la década del sesenta.  A lo que es necesario agregar  la producción que en ese momento define la posición de Juan Luis Martínez  en la poesía y en la visualidad,  a raíz de  su diagramática exhibición en el Instituto chileno-francés de Valparaiso.  Hay un libro sobre eso, escrito por José de Nordenflycht que sería útil que esta gente leyera. Se llama El gran solipsismo. Vale la pena, de verdad.

Entonces, cuando me refiero a la pintura mural porteña de hoy, debo compararla con ese momento de densidad que se concreta a comienzos de los años sesenta,  y que  fija el rango para la exigencia de calidad en la escena local de hoy, en lo que a concepción de arte público se refiere. 

En Concepción, en 1963, fue inaugurado en la Casa del Arte de la Universidad de Concepción, el mural  de Jorge González Camarena, “Presencia de América Latina”. En 1972, en la sala de sesiones de la Municipalidad de Chillán, Escámez realizó un mural que fue destruido por los militares después de 1973. Pero todo había comenzado en 1949, en la Estación de Ferrocarriles de Concepción, cuando Gregorio de la Fuente pintó un mural con la historia de la ciudad. Valga señalar que  hace recién  una década, la sola presencia de este mural y su efecto en el imaginario de generaciones de penquistas  impidió la demolición del edificio que lo albergaba.

Sin embargo, en 1941, David A. Siqueiros y Xavier Guerrero ya habían pintado los murales en la Escuela México de Chillán. ¿A qué obedece recordar todo esto? A la necesidad de  relevar el hecho  que todos estos murales provienen de un encargo público responsablemente adjudicado, para marcar el espacio de una producción subjetiva colectiva, institucionalmente sancionada.  Ninguna de estas pinturas cubre fachada alguna. En parte, porque se trata de intervenciones que respetan la editorialidad edificatoria. Pero sobre todo, porque son murales concebidos en el seno de una estrategia educativa y, por esa razón, deben ocupar lugares significativos en el interior de una escuela primaria y en el acceso a una pinacoteca. No hay mural sin arquitectura pensada para su acogida, aunque fuese relativamente forzada. Y eso es lo que marca una señal de distinción en una coyuntura intelectual determinada, en la escena penquista de fines de los años cincuenta y comienzos de los años sesenta. 

viernes, 12 de abril de 2013

Pintura Mural (2)


En Pintura Mural (1) expuse algunos elementos críticos sobre la génesis de Museo a Cielo Abierto. Eso que ocurrió a comienzos de los años noventa, cuando no se instalaba el CNCA, ni tampoco había tenido lugar la introducción de la palabra patrimonio en el léxico de la discusión pública, no tiene directa relación con el desarrollo de la pintura mural posterior.  Sin embargo, contribuyó de manera indirecta a la forzada y voluntariosa “invención” de un muralismo porteño que hoy es responsable de un grave deterioro de imagen-ciudad.

Tenemos dos etapas: la primera, institucional, en que la palabra Museo define el anclaje de una tradición problemática. En efecto, antes de Museo a Cielo Abierto no es posible relacionar a Valparaíso con la precaria  historia del muralismo chileno.  Lo que hay, son esbozos de muralismo brigadista, ligado a las campañas electorales de la izquierda.  La segunda etapa obedece a la acción dispersa y diversificada de animadores gráficos que aparecen luego de avanzados los noventa,  en  paralelo  con el carnavalismo callejero.  

Hago una distinción operativa y metodológica. Existe, por un lado, la pintura mural, con diversos grados de oficialización. Existe, por otro lado,  lo que denominaré animación social gráfica.  En los grados de oficialización podemos situar a aquellos artistas que obtienen de parte de la autoridad municipal y de algunos privados, la autorización para realizar pinturas murales.  Esta autorización no responde a ninguna política pre-establecida, que dependa, por ejemplo, de un comité de calificación competente, que podría al menos someter a discusión los proyectos.   

La  animación social gráfica corresponde a acciones de pintura realizadas, a veces con autorización, por animadores culturales que toman la pintura mural como una herramienta identitaria  en sectores  vulnerables. En general, se trata de proyectos de decoración de espacios barriales,  tomando como  soporte  los muros  de bloques de edificios, en los que se  relata las diversas representaciones  de las luchas y de la vida cotidiana de la  comunidad  cercana.  Generalmente, como producto final de un proceso de comunicación  que relaciona a grupos de animadores externos con la  comunidad. Suele ocurrir que estos grupos  busquen  espacios comunitarios fácilmente convertibles en excusa para el desarrollo  de fondos concursables,  que  al final de cuentas solo  favorecen la sobrevivencia del propio grupo que presenta el proyecto, en el marco de una  demagógica  estrategia de participación.   

Sin embargo, la mayor parte de las veces, la animación social gráfica  corresponde a operaciones autónomas e individuales de ocupación del espacio público, sin autorización alguna, aunque con el consentimiento relativamente forzado de la comunidad.  No queda muro de cierre de un sitio no habitado que no sea objeto de pintura mural, porque los animadores de pintura  deben imperiosamente  firmar  la apropiación de un espacio al que  simbólicamente no se le  reconoce  propietario.  Acto seguido,  ejercen su dominio gráfico sobre muros de viviendas habitadas,  para poner en duda la permanencia de sus moradores,  haciendo evidente la existencia de un síndrome  de abstinencia  inscriptiva,  que se traduce en  la representación de una amenaza, también simbólica,  encarnada por este  “otro”  cuya acción política consiste en  perturbar  el deseo-de-casa existente. 

Los animadores gráficos se organizan en bandas de gran movilidad, sabiendo que operan con la impunidad de un  una pequeña horda semi-clandestina,  haciendo ostentación  del dolor de su in-inscripción social básica.  No es que sean excluidos por el sistema,  sino que se desmarcan de las exigencias básicas de una vida en común, pero manteniendo relaciones  de extorsión  de baja intensidad con una autoridad  temerosa de todo conflicto. 

La  animación social gráfica  exhibe  su determinación  iconográfica desde la tradición del comic. Todo esto depende de la procedencia de las  tribus juveniles  en las que dicha animación adquiere expresión.  Sobre todo si tomamos en cuenta el japonesismo aimara de corte  neo-village (me refiero a la estética de las tarjetas de saludo).  Los artistas autorizados para hacer murales, en cambio, aspiran directamente a ser reconocidos como tales por la oficialidad del arte, cuya gloria les ha sido hasta el momento esquiva.   En los autorizados, el muralismo sería una vía paralela para acceder a una “posición intermedia mejorada” en el sistema nacional de arte. Lo cual es ilusorio en la medida que en este sistema, el muralismo adquiere el estatuto de una práctica  que ha quedado fijada en una concepción perimida de arte público.  Y lo perimido tiene que ver con el efecto del  desarrollo de las fuerzas productivas de la industria de las comunicaciones en la construcción de imagen de lo público.  

Si lo anterior fuera una operación eficaz, al menos tendría que tener un resultado mayor en la lucha por el reconocimiento en el seno del sistema de arte.  Ahí viene  la astucia de los muralistas autorizados para refutar la legitimidad del sistema de arte  -por santiaguino- en la  distribución de su  reconocimiento, porque  saben que no les queda otra solución que concentrar su acción en una ciudad en la que no se le hace  mayores exigencias formales ni sociales.    

Por esta razón,  se hace necesario  regresar al análisis de los logros del  muralismo histórico en la escena chilena y estudiar sus proyecciones y limitaciones, antes de la aparición del muralismo brigadista.  No es posible meter a todos en un mismo saco.  El brigadismo pertenece a otra historia.  Incluso, con la Brigada Chacón Corona  se reformula el peso de la letra en la representación de la “ciencia de la consigna”, regresando al muralismo de los orígenes.  De manera inconciente, sobre una cinta de papel que corresponde a los restos de un rollo  de imprenta,  se instala la pregunta por el papel de la pintura y de la letra en la historia de la representación (de la) política.  Aún así, es el síntoma de una nostalgia  del  papel periódico primordial  en  que  fue impresa la sinonimia perdida entre andamiaje partidario y periódico partidario.  

jueves, 11 de abril de 2013

PINTURA MURAL (1)


Al momento de presentar las reflexiones sobre el trazo gráfico compensatorio, termino de cerrar la producción editorial  de un libro sobre la restauración de los murales mexicanos en Chillán y Concepción. Al mismo tiempo, una leal y no menos exigente lectora de este blog me plantea la urgente necesidad de abordar  el tema de la pintura mural en Valparaíso. Le pregunto por qué los vecinos del paseo Atkinson no han acudido a la justicia a presentar un recurso de protección. Ya saben a qué me refiero. Sin embargo, en Lautaro Rozas, fueron los propios vecinos quienes autorizaron un mural en las paredes  de acceso a Balmaceda.  

Hace unos meses, un operador administrativo -ejemplar por su ineptitud-  me argumentaba que era mejor tolerar los murales para “mantener a raya” a los grafiteros.  ¿Saben por qué? Un grafitero no marca lo que ya han cubierto los muralistas.  Hay comerciantes que  pagan a muralistas para que les pinten las cortinas metálicas, ya que así combaten a los grafiteros.  Pero la cosa no queda aquí. La  docta ignorancia  de este operador lo conducía a pensar que el muralismo porteño era un signo preclaro del aporte de la ciudad al arte chileno contemporáneo. Ocupa hoy día  un  cargo de mediana solidez regional y no ha leído una sola página de Galáz/Ivelic.

Intentaré demostrar, a través de este blog, que la pintura mural porteña no sólo no significa ningún aporte al arte chileno contemporáneo, sino que su mórbida profusión es el mejor ejemplo de una regresión formal que acarrea graves consecuencias para la credibilidad institucional  de la ciudad.

En el seminario que dicté en el invierno del año pasado en el PCdV, realicé una severa crítica al muralismo local, partiendo por el caso del Museo a Cielo Abierto. Una asistente se molestó por la crítica.  Me dijo que yo “le ponía mucho“, ya que   sólo se trataba en un comienzo de un  “ejercicio de escuela“.   Entre un comienzo y un destino, se juntaron  veinte murales.  Lo que está hecho, hecho está. Hasta hay sociólogos desprevenidos que escriben sobre el aporte de este muralismo al desarrollo de  la identidad barrial. 

Lo que quise instalar  en mi crítica es que Museo a Cielo Abierto  pone en entredicho un modelo de enseñanza universitaria que logra instalar socialmente el efecto de un concepto decadente de arte público.  Ejercicio fracasado, entonces, y convertido en una empresa de delimitación identitaria,  sancionada  por una autoridad desinformada. Lo que hay que abordar, por simple impulso historiográfico, es el estudio de los fundamentos iniciales del proyecto.  Ya con sus resultados tenemos para reconstruir un acto institucional fallido.

Mis argumentos del seminario apuntaban a cuestionar la incorrecta decisión formal de trasladar fragmentos de pinturas de artistas, aún con su autorización, a un espacio no pensado para dichas pinturas, transgrediendo problemas  de escala y de composición, por decir lo menos, al ajustar a la fuerza unas imágenes a unos muros cuya plasticidad arquitectónica estaba suficientemente justificada por su  inicial configuración  edificatoria. Los primeros afectados han sido los propios artistas.  

Lo que no se puede sostener  es que quienes  promovieron y promueven esta experiencia están  relativamente “informados” en arte y la realizaron afirmados  sobre la desinformación pública y la ausencia de referencias acerca de un muralismo integrado a la arquitectura.  Perfectamente, les cabría ser encauzados por no asistencia cultural a poblaciones vulnerables. Previa declaración de una vulnerabilidad convenida para poder justificar semejante decisión, como digo, amparados en un discurso precario de la intervención urbana. Recordemos que esta es una iniciativa de inicios de los años noventa, cuando la palabra patrimonio no había ingresado al léxico de las agendas de desarrollo.

Ahora bien: hay una cosa que resulta sorprendente. Esta iniciativa se organiza más o menos en la misma época en que tiene lugar  el saboteo y hundimiento de la Bienal de Valparaíso.  Esta última, con todo y con menos, tenía la virtud de redefinir la noción de arte público, ya que toda bienal es por si misma una operación de arte público institucionalmente sancionada. El museo en cuestión ya tenía como fundamento la cándida consideración de convertir, por extensión directa, a Valparaíso, en una escenografía rápidamente turistizable, a cielo abierto

¿Pero  esta noción de “cielo abierto”  no está pensada  para oponerse al “museo cerrado”?  Léase, Baburizza. ¡Todo esto es muy literal! ¿Acaso se daba por supuesto que el “cielo abierto” era inversamente  proporcional al “museo cerrado”?  ¿Vamos a comparar sus “colecciones”?  Mientras se restauraba interminablemente este último, ¿se promovía  un sustituto al aire libre? ¿Será posible semejante candidez  estructural? Al menos se puede argumentar que en Valparaíso el plein-air fue conducido a dimensiones monumentales.  

Bien. Sea como sea, hoy día, tenemos museo. Digo, museo bajo techo.  ¿No debiéramos fortalecer la visibilidad de su colección? Esto debe ser objeto de otro debate. Lo que hay que estudiar es lo que vino después de la oficialización del Museo a Cielo Abierto y sus efectos en la producción de un tipo de confusión,  que ha contribuido a  la aceleración de un deterioro referencial,  afectando la condición  del ya precarizado e ilustrativo  arte de la decoración pública, que confirma la ya disminuida credibilidad  pública de quienes lo autorizan. 

miércoles, 3 de abril de 2013

LA FALTA DE MADRE


La obra de Eduardo Basualdo, Salvador, ha sufrido los efectos de un acto de vandalismo de parte de una persona  del público que asistió el pasado fin de semana al Parque. Alguien,  de pie sobre uno de los túmulos de tierra agarró literalmente a peñascazos parte de la pieza dispuesta  en el fondo de la excavación. El cráneo del esqueleto semi-enterrado exhibe hoy día escamas en su superficie. Debemos  restaurar la pieza.

En una entrega anterior, me referí a agresiones precedentes en el mismo Parque, de parte de visitantes que asistían a una inauguración. Lo que ellos habían hecho en esa ocasión fue orinar en un rincón del muro perimetral, a metros de los baños. ¿Cómo comparar la micción y la lapidación? La primera corresponde a un acto de territorialización básica. Pero indica un rechazo a un modelo de administración que fomenta el cumplimiento de protocolos de uso de los espacios. Hay agentes porteños que, definitivamente, consideran que el cumplimiento de estos protocolos coarta su libre expresión. La micción vendría a ser un modelo expresivo antiautoritario, entonces.  

Siguiendo esa misma consideración, la noche del viernes pasado una treintena de jóvenes intentaron ingresar al Parque, a la fuerza. Al no poder lograr este propósito, rayaron la fachada del edificio de administración.  Es decir, la micción a la que  hice referencia para el caso anterior se transformó, ahora,  en un trazo gráfico destinado igualmente a marcar territorio.  Existiría una misma línea de relaciones entre micción y rayado; solo que la primera sería líquida, mientras la segunda, densa.  La orina corre; el trazo permanece. Sin embargo, responden a una pulsión análoga: traspasar al espacio público un malestar individual.

El malestar de los muchachos que intentaron ingresar al Parque el viernes por la noche es inversamente  proporcional al cumplimiento de unas exigencias mínimas relativas al respeto de la arquitectura, ya que ésta define en gran  parte el encuadre programático del propio PCdV.  La transgresión implica, por lo tanto, concretar una crítica que llamaremos accional. A falta de un debate en forma, el vitalismo arcaico de quien no logra contener su rabia contra el mundo se convierte en un argumento.  Operadores políticos locales distantes permanecen al acecho, realizando el ejercicio táctico  que en la jerga popular se caracteriza como sacar las castañas con la mano del gato.

Los muchachos a los que me refiero no están dispuestos a cumplir protocolo alguno de convivencia social,  porque les parece totalmente legítimo dejar una marca de su incomodidad existencial, obligando al resto de la sociedad a enterarse de manera punitiva de su carencia-de-ser.  En este sentido, la propia ciudad es objeto del clamor del sujeto desvalido, cuya validación se afirma en la expresión gráfica de un dolor que no admite consuelo.  El sujeto averiado traslada a la ciudad su propia condición,  realizando el montaje de una sinonimia forzada entre su vulnerabilidad personal y el proceso de vulnerabilización de la ciudad en su conjunto. 

La lucha se concreta en el terreno de la fachada. Es curioso que esta sea una ocupación gráfica directamente proporcional a la patrimonialización fallida, que promueve la conversión de la ciudad en una escenografía museal. La marca de pintura es como el llanto de quien, desposeído de todo, no acepta que otro pueda disponer de “algo propio”.  Pero al mismo tiempo, expone la imposibilidad de convertir la ciudad en museo.  Todo lo cual haría pensar en reivindicar su gesto como parte  en un combate anti-oligarca,  destinado a perturbar los intentos de la cultura dominante  por llevar a cabo la  convertibilidad turística de la cultura de la pobreza

Sin embargo, la marca de pintura no puede sino ser la expresión regresiva de un sujeto derrotado que se refugia en la secta. Se trata de sujetos pictogramáticos  que carecen de garantía institucional y que manifiestan una ostentosa tendencia a  formar contra-sociedades,   que se reducen cada vez más hasta componer grupos primarios que reproducen el fenómeno de la banda.  Cada día son más los jóvenes que se identifican con el espíritu de la banda arcaica. Lo cual es un síntoma de la derrota de  un cierto tipo de  movimiento cultural, como digo, que ya no logra ser garantizado por institución alguna.  Por eso es tan importante el sector  “cultura”, ya que sus agencias producen una compensación diferida directamente pensada para ser invertida en estos sectores de vulnerabilidad variable.

La marca de pintura tiene algo de castigo bíblico, porque en términos inversos a la defensa pascual, delata un lugar como zona acometible, susceptible de ser  analogada al dibujo paleolítico del cazador que debe recorrer la silueta de la presa antes de salir a buscarla. De igual manera, una marca en una fachada convierte a sus moradores en  presas de caza que son  circunscritas como registro de  apropiaciones simbólicas, por parte de tribus de excluidos que se definen por la ausencia de casa.  En este sentido, exponen un nomadismo mórbido que convierte  la calle en un teatro para bufones cuya exhibición corporal denota la falta de una Corte. Es curioso y a la vez paradojal cómo estas manifestaciones tribales hacen estado de una  solicitud de dependencia estructurante.  Así las cosas, las marcas de pintura en las fachadas de la ciudad representan  la amenaza de un fantasma averiado por el abandono, que exige como un lactante, ser saciado de manera inmediata por una Gran Teta. En suma, las marcas referidas serían  la indicación literal de una Patética Falta de Madre.