domingo, 31 de julio de 2016

RESPUESTA FILIAL, A PROPÓSITO DE LA COLUMNA DE MARCELO MELLADO “EL SKODA DE NUESTRO PADRE” (THE CLINIC, 19 DE JULIO DEL 2016).


Hermanito,

en la construcción del archivo de nuestra orfandad, sin duda, la memoria de la Skoda ocupa un lugar relevante. No tenemos fotografías de la infancia.  Lo cual me hace pensar en lo que decía nuestro querido  Carlos (Leppe):  no tenemos album.

En la familia no había camara fotográfica. Solo tenían una los arquitectos comunistas que venían a la casa y ellos nos sacaron las pocas fotos que tuvimos de nuestra infancia penquista.  Tiene que haber habido una relación  modernista entre comunismo y arquitectura, en esos años. Tengo la impresión de que ellos eran los primeros “intelectuales” que conocí.

De la Skoda, no hay fotos. He podido recuperar algunas  en internet, buscando el modelo de 1956. De modo que es dable reconstruir la traza de ese comercio de automóviles de proveniencia de la Europa del Este. La estética y esa mecánica era la que correspondía al momento ascendente de la familia, dentro de un espíritu social-cristiano totalmente pulcro y movimientista.

Nuestro padre siempre habló con decepción de la transformación del movimiento en partido.  Se refería al PDC y al ostracismo sufrido después de la visita de los grandes oradores santiaguinos enviados a Concepción para aniquilar a los falangistas  reticentes.  Nos lo volvió a repetir cuando el Mapu reprodujo el gesto análogo para adquirir el estatuto de “partido proletario”.  Algunos, hoy, reproducen una pulsión semejante en RD. La historia se repite, como tragedia, como farsa.

El problema con el Skoda es que contenía una historia cubana por anticipación. Y esto te señala hasta qué punto la familia ha  recibido ya desde esa fecha el efecto del fantasma  de Cuba. 

Imagina los primeros días año 1959. Suena el teléfono en el departamento en que vivíamos en Carrera con Pelantaro. Nuestra madre atiende y habla con una de sus amigas. ¿Angelita Fauré? ¿Betty Fischman? Eran arquitectas, casadas con arquitectos. Nuestro padre  les  dibujaba  los proyectos eléctricos.  Desde ahí proviene mi facilidad para el dibujo técnico.  Una cierta fascinación por la costra de la tinta china sobre el papel vegetal (sueco). 

Entonces, escucho que  hablan animadamente sobre una gran noticia. Luego, nuestra madre corta el teléfono y se dirige a mi, haciéndome partícipe de lo que le acababan de comunicar: “Justito –me dice- Fidel entró en  La Habana”.  Esa era la gran noticia.  Yo era chico, pero supe que esa noticia iría a cambiar el destino de nuestras vidas.

Es decir: era una noticia pública que  intervenía el espacio privado de unas redes de amistad, afectiva y política.  Entonces, ya teníamos esa Skoda. Y la teníamos para cuando fue el terremoto del 21 de mayo de 1960. Una semana después de la gran marcha minera desde Lota a Concepción, en medio de una gran huelga que, por  niños que fuéramos, ya estábamos informados y sabíamos lo que eso significaba. Ciertamente, porque como nuestra madre nos dejaba  a veces al cuidado de sus amigas, entonces pasaba algunas tardes en la casa de  los Gutiérrez-Fischman.  Ahí fue que escuché de boca de Maco Gutiérrez, por vez primera, el nombre de un señor que se llamaba Clotario Blest y de una entidad que designaba como “clase obrera”. Poco tiempo después viajaron a Cuba y trabajaron durante casi una década como arquitectos.  



El resto de la historia ya lo sabes.  Regresaron en los setenta y  los fuimos a ver a su casa, con unos compañeros de curso de segundo año.  Tenía que encontrar al que había pronunciado esas palabras: “clase obrera”.  Aunque a decir verdad, nuestro padre, que había tenido un pasado en la juventud obrera católica,  ya había introducido la palabra en el tráfico lenguajero familiar.  Solo que Maco  -ciencia externa- le imprimía una temperatura diferente a las  palabras. Lo lamento. Era el efecto de la Fragua de  Vulcano. Nuestro padre estaba con Kerensky.

En los años de la Skoda, en Valparaíso funcionaba la enseñanza política de Sergio Vuskovic y Osvaldo Fernández. ¿Te imaginas lo que eso significa? Lo que pasa es que nuestra familia emigró a Santiago  a fines de  1963 y esa es otra historia.  Ahí, ya teníamos el pequeño camión Opel de nariz chata, donde cupieron todas nuestras pertenencias.

Bueno. Las historias familiares tienen su historia traumática de migraciones. Porque toda migración es una violencia. En ese sentido entiendo tu fascinación por las historias de pueblos abandonados como una ficción literaria que nombra las perturbaciones del territorio.

Me adelanto. No hay territorio más perturbado que el referido por el Pacto La Matriz, que de hecho, asume como activo patrimonial el efecto de “una migración al interior de una migración”,  pero que no solo se refiere a lo territorial, sino sobre todo a los desplazamientos políticos  que buscan  una reparación (imposible)  ante tanta violencia ejercida por las élites partidarias.  

Sin duda, el nombre no fue el más acertado. He leído las declaraciones del cura en El Mercurio de Valparaíuso y sus observaciones me parecen totalmente atendibles. Sin embargo, no entiendo por qué, en virtud de un imperativo “fundacional”,  se apropian de dicho nombre para iniciar desde allí la “reconquista” del Municipio.   ¿Cómo no darse cuenta que la denominación resulta restrictiva y solo  da lugar a una asociación restrictiva respecto de la ciudad, que la toman simbólicamente como un “resto” cuya renovación depende de su inclusión en un proyecto que ahora revela  unas  connotaciones “autonómicas” que excluyen a los demás porteños de la “ciudadanización de la soberanía”.

Pero no es responsabilidad nuestra que los porteños tengan esta historia de desangramiento institucional.  Ni amo ni odio a Valparaíso.  Yo soy penquista, de “espíritu”  secano-costero.  Me conmueve el hecho de que la desagregación política haya llegado a este nivel.  Es como el guión-autocumplido de “Valparaíso, mi amor”. Aldo Francia ya filmó la anticipación del naufragio ético y político.  Entre el DJ y La Matriz no hay diferencias  “ontológicas”, sino de grado.  En ambos pervive la xenofobia hacia el que viene-de-fuera, para omitir la determinación histórica cultpable de haber sido el enclave de las casas comerciales británicas que definieron su carácter capitalista-mercantil. 

Me refiero al hecho de que para sostener esta ficción de omisión, tanto el DJ como el Pacto, deben tener “algo de” Lagos Weber, que es un modelo de referencia para una “pillería”   interpretatova e interpelativa de última magnitud. 

Nosotros  solo somos unos migrantes que conocemos de sobra la construcción de abandono y los negocios que se pueden montar a partir de eso.  Lo cual resulta insoportable a los-maría-kuleba de cualquier sector, agazapados en el encubrimiento de sus deudas partidarias.  Al final, falta el momento en que  pregunte “¿cómo voy ahí?”

Yo  lo único que hice fue tentar un análisis de las fuerzas que operan en el Pacto, antes de que los de la Autónoma llegaran a destituir las pretenciones de la pequeña burguesía ilustrada, ilusionada con la autonomía de sus comercios, en el marco de una estrategia de turismo cultural adecuado.  Bueno, asi “a nadie le falta Dios”.

Así las cosas, a falta de consistentes argumentos políticos en contra de nuestro discurso, el idiota se metió con la familia, que es el gran “argumento político” del stalinismo básico: afectar la filiación.  En verdad, de todo totalitarismo.  Esa onda: no hay  filiación fuera del partido;  el partido es (toda) la filiación.  Este concepto lo tienen pegado en el insconciente, que en este caso sería como una ciénaga viscosa por la que deambularían estos rastacueros que buscan figuración en las fisuras de los grandes movimientos.  Entran por el costadito, metiendo el dedito, de a poquitito, “participativa/mente”.

Como le has descubierto el “juego”, te agrede mediante una fórmula muy bien aprendida, que consiste en montar la figura del hermano menor como un incompetente que no se merece compartir la gloria del hermano mayor exitoso.  Pero en términos estrictos lo que hace es manifestar  su deseo de asumir él mismo tu lugar, porque necesita a gritos dicho merecimiento.  O sea, ¡quiere ser mi hermano menor! ; lo cual viene a ser una variante  de la figura del “huacherío” político en la búsqueda constante de un referente viril.  

Por eso estaba desaforada, la María. Tu maldad analítica recogió una denominación que tu no inventaste, sino que tomaste de su uso en su círculo cercano. El punto es que la María-madre-mía-yo-te-doy-mi-corazón es el fundamento de la piedad (pietà), en política.  Y te reprocha no haber sido piadoso. Pero se equivocó en una cosa. No sabe que tenemos hermanas.


 Un abrazo.



sábado, 2 de julio de 2016

RADIO MOSCÚ, EL BURRO, EL DOLOR Y EL COLOR.


En Galería D21  (Nueva de Lyon 19, Providencia, Santiago) exponen Del Canto / Guzmán / Serrano. Tres artistas que viven y trabajan en la  Región de Valparaíso.  Sin embargo, no se caracterizan por reproducir la ideología habitual del pintor de borde costero, que suele ser reconocido como “porteño” por un público  muy específico,  que  rinde culto a la imagen de un pasado de no cesa de perturbar el presente.  He sostenido que son pintores de y del interior. Es decir, que sus trayectos vitales han estado siempre sujetos a cumplir la trazabilidad del metro-tren, entre la Estación Puerto y Limache.  Todos ellos, por supuesto, saben de sobra lo que significa la representación del pintor de provincia que, como un síndrome fatal, reproduce Adolfo Couve en su “Lección de Pintura”.  Pero más que nada, todos conocen las fotografías de los murales eróticos que Monvoisin pintó en las casas del fundo que  compró cerca de Los Perales.  Fotografías que fueron conocidas gracias a un libro de tesoros regionales elaborado por  el laboratorio  forense de la ¡PDI!. 

Antonio Guzmán y Edgar del Canto estudiaron en Valparaíso. El primero, en la UPLA; el segundo, en la Escuela Municipal de Bellas Artes. En cambio, Henry Serrano estudió Bellas Artes en la escuela de una ciudad de nombre impronunciable en la URSS.   Pero su familia era de Valparaíso.  Aquí había una familia que escuchaba el sonoro de acoplamiento de la señal de radio para sintonizar Radio Moscú. Entonces, la tinta mimeográfica es contemporánea de la huella que deja esa marca sonora en el mapa de una biografía recuperada. 



Los tres artistas comparten un ácido sentido del humor, un verdadero culto a la parodia silenciosa y al escepticismo metodológico, que los lleva a poner en crisis las propias condiciones de lo que significa ser pintor, en Valparaíso.  Pintor, es mucho decir.  Serrano es un imprentero porque no se puede liberar del peso fantasmático de la tinta  de mimeógrafo.  En alguna ocasión he hablado del “inconsciente mimeográfico” de la izquierda chilena.  Pero el (d)efecto de la tinta será el medio apropiado para realizar un gran mapeo del movimiento de las fuerzas en el curso de una batalla. Que viene a ser, la propia batalla de la tintura, en Valparaíso.

Edgar del Canto, en cambio, es un pintor modelado por el olor del aguarrás.  Es un chiste  duchampiano. Pinta porque le encanta el olor del aguarrás. Eso  es claro. Pero lo que hace es “plasmar” su desencanto.  De todo. Hasta de Valparaíso.  Lo hace mediante un recurso que denota un gran respeto por las filiaciones y por las historias que constituyen los mitos de referencia. Es así que se ha dedicado a trabajar en el establecimiento del catálogo general de la obra de un gran pintor porteño que trabajó en las fronteras de los años setenta y ochenta: Marco Hughes. De modo que es un pintor que trabaja en el  surco abierto por otro pintor. Y de esta manera recupera una tendencia que en paralelo se estaba  configurando con todas sus  singularidades y que cabe dentro del “mote” de la pintura surrealistizante.  




Pero desde ese “mote”  que se comienza a armar es una pintura que apelando a un rencor modulado y necesario,  se apega a una desestructuración de las escenas básicas de la representación de los cuerpos.  Entonces, la corporalidad se confunde con los harapos de una vestimentalidad que se sostiene a duras penas, en situación angustiosamente flotante. 

Pero en esta exposición, presenta una serie de dibujos realizados a lápiz, recortando pedazos de dibujos que provienen de otro lado, como si fueran matrices desclasadas y descalzadas que se reconfiguran para dar pie a imágenes obturadas, que remiten al colapso de la facialidad.

Antonio Guzmán, por su parte, viene de las polémicas locales por la recomposición de una escena que tuvo que soportar la represión de los universitarios “conceptuales” de la región.   Sin embargo, refugiado en el grupo de autodefensa que se llamó “Pintores portugueses” atravesó el desierto y  pasó de una pintura  de abiertos y descorazonadores paisajes poblados de escenas circenses,  que eran metáforas de una exclusión social sublimada, a unas paródicas y ácidas operaciones gráficas que se concentraron en las traiciones del aula como condición apropiada de reproducción de subjetividad escolar. 

Fue entonces que encontró en la “cabeza de burro” un emblema de repetición gráfica destinado a sustituir la abstracción del cucurucho que llevaba la inscripción del castigo escolar.  La hiper-comicidad realista de la cabeza pasó a sustituir la imagen de la Autoridad, como recurso  pervertido que devuelve  a la cara las inconsecuencias e imposturas de la transferencia informativa. De ahí que Antonio Guzmán se dedicó a dibujar con témpera escolar todos los atributos de las láminas de otros pintores que se han vuelto referenciales en las láminas impresas de las revistas de arte.  Lo cual es una manera muy maldita de reírse de los efectos de su propio maltrato como un lector astuto y voraz de los procesos de reproducción de enseñanza.