lunes, 31 de marzo de 2014

LA MAQUINA DE COSER

En Contar historias, en el último párrafo, escribí que respecto del tema abordado no podía dejar de pensar en que aprendí a leer y a escribir sobre la cubierta de la máquina de coser, Husqvarna, de mi madre.

La cubierta tenía una tapa que se podía remover, por la que se accedía a un “espacio canguro”, donde la máquina era introducida a una especie de nicho marsupial fabricado en madera terciada curva, sostenido por severas  patas metálicas entre las que se encajaba la plataforma de pedaleo.  Luego se ponía la cubierta y quedaba convertida en una mesa. Cuando uno se sentaba a hacer la tareas, los pies quedaban sobre la placa de pedaleo, de modo que mientras avanzaba la lectura, la rueda sin la cinta de cuero del mecanismo motriz giraba en banda, produciendo un sonido de inquietante regularidad. 

La máquina de coser así concebida era nuestro molino doméstico de conocimiento, adecuado a la movilidad social de un familia de clase media modesta, siempre asediada por el fantasma de la carestía. 

Todas mis hermanas y mi hermano aprendieron a leer y a escribir en esa mesa-canguro. El hecho de que tuviese un vientre donde se podía guardar el dispositivo de costura hacía que éste adquiriera funciones de expansión materna altamente significativas.  Los primeros ejercicios de escritura nos ponían en contacto directo con la práctica de la costura simbólica de los relatos. El primero de ellos provenía de mi propia madre, dando forma a un tipo de “novela de origen” cuya mitología ya está prefigurada en el primer párrafo de esta entrega.  

La máquina fue adquirida gracias a una iniciativa del sindicato, mientras mi padre trabajaba en una fábrica textil, de la que fuera despedido por liderar una huelga contra la compañía Grace, que era dueña de la fábrica. Uno de mis primeros recuerdos de infancia fue ver cómo bajaban la máquina de un camión, perfectamente embalada. Una vez sacada del cajón, este sirvió de escondrijo, de lugar secreto, de refugio para la formación de una sólido sentimiento de soledad y autonomía que no hizo más que acrecentarse con los años.  En su interior habilité una tabla para que me sirviera de mesa y puse un cojín para sentarme en cuclillas. Sobre la mesa improvisada dispuse una palmatoria con una vela, para leer los primeros libros. Los ejercicios escolares eran realizados sobre la máquina de coser, mientras  que las lecturas se regían por un ceremonial secreto, que me instaba a formular la disidencia dentro de la casa, habilitada por los rudimentos de la lengua francesa que ya comenzaba a operar como ficticia y sustituta lengua madre. 

Todo esto fue montado en el espacio domestico de un departamento en los colectivos de Pelantaro con Carrera en Concepción, a comienzos de los años cincuenta. Esa adquisición familiar precedió en una década a las que se organizaron durante los primeros años del gobierno de Frei Montalva en el sector poblacional. Aquí hubo un corrimiento orgánico significativo en que el movimiento social se reconoce por su pertenencia al territorio y no por la determinación fabril. En parte, porque proviene en su mayoría de sectores rurales que se instalan como “callampas” en la periferia de las ciudades. 

En ese momento, la posesión de una máquina de coser en sectores campesinos era coincidente con el desarrollo de dos procesos colectivos significativos a comienzos de los años sesenta: la reforma agraria y la campaña de alfabetización. La confección a domicilio convertía la casa en una pequeña unidad productiva, directamente ligada a la medición de los cuerpos y a la puesta en escena de un vestuario serializado destinado a cubrir la escolaridad y el trabajo. Es decir, la máquina fortalece la casa.

Así como por el exterior se resuelven las conexiones a las redes de agua, electricidad y alcantarillado, como expresión de las costuras urbanas básicas de la trama de la ciudad, en el interior se marca la dinámica  de las familias y se construye una correspondencia cósmica con la regularidad del trabajo, dominada por la adscripción laboral del padre o del jefe de familia. 

La máquina de coser asegura la costura de la nueva trama urbana y ancla el ejercicio imaginario de la textualidad por venir. La atención que he portado en mi trabajo analítico a las obras de arte chilenas que trabajan sobre referentes que involucran las practicas de corte y confección  ha estado precedida por el rol de la maquinalidad de la costura en la construcción de la novela familiar. 

La costura y el deslizamiento léxico hacia el efecto de superficie de la sutura están estrictamente motivados por la cercanía técnica de la máquina de coser y de una prensa de grabado. En esta comparación, esta última vendría a ser una máquina de coser extremadamente lenta y regresiva, que enfatizaría su capacidad simbólica al reproducir el efecto de objetos en seco sobre papel gofrado, “fabricando”  sobre la superficie unos signos protuberantes que simulaban el efecto táctil de una costura. 

Por antagonismo, esa protuberancia reconocía  el origen de su matriz ahuecada en las marcas que sobre el cuerpo de mi madre había  dejado un neumotórax traumático a los doce o catorce años y que supuso la introducción de un tubo en la cavidad pleural  por el espacio intercostal. La marca de esa intervención estuvo ligada a la percepción que tuvimos del cuerpo de nuestra madre,  disimulada por ésta de nuestra mirada furtiva mediante sutiles adjunciones de fragmentos de tela en vestidos y trajes de baño. Ese hueco era el signo de nuestra propia falla; ahí se alojaba la prueba de nuestra fragilidad social, la dimensión del vacío que nos restaba de una completud a la que solo podríamos acceder a través de una ficción montada en este doble procedimiento de intervención intercostal, de pragmática y risible referencia bíblica. La obra que forjamos proviene de esta costilla faltante. La escritura cubre el hueco. Mi madre ha muerto. 

martes, 25 de marzo de 2014

EL TEXTO DEL ARTE

En la entrega anterior hice referencia a la máquina de coser y a los textiles. Una vez, en un curso que se llamaba Textos de Arte, inicié el semestre con cuatro sesiones de costura básica impartidas por una costurera.  El curso se transformó en el texto del arte. Y el programa se basaba en una cita del libro de Ricardou sobre la nueva novela francesa, donde hacía un paralelo entre texto  y trama textil. Esto explica mi proximidad con la historia de la poetisa que tejía en silencio para memorizar sus versos bajo condiciones de restricción máxima. Y de paso,  reproduce mi conexión con las menciones que hacía mi amigo Jean  Lancri a la tragedia perdida de Filómela y  Tereo, en la que la víctima bordaba sobre una tela la historia de su violación.  

Esto es lo que se me plantea -historia de lengua cortada-  al leer en El Mercurio del sábado 15 de marzo la noticia acerca de una próxima exposición en el MNBA. Se menciona allí el nombre de José Santos Tornero autor del famoso Atlas de Tornero,  impreso en 1872.  Mi hipótesis es la siguiente -y la he señalado ya con anterioridad-: las imágenes del Chile Ilustrado de Tornero, impresas en grabado (xilo y litografía) provienen de las fotografías que produce William Oliver, entre 1860 y 1870. Esto se vino a saber en 1970, un siglo después, cuando se conocen las fotografías de Oliver, recuperadas por Alvaro Jara en la Biblioteca Brancroft de la Universidad de California. Estaban allí guardadas desde 1890, a lo menos, fecha en la que aproximativamente Oliver se traslada a los Estados Unidos para trabajar como químico en los laboratorios fotográficos de Eastman. 

Lo que aparece en esta historia es similar a lo relatado en la historia de Balzac. Tornero debe tomar como punto de partida las fotografías de Oliver, porque todavía no existe la tecnología para imprimir -eficientemente- fotografías.  Hay una especie de anticipación epistémica para la que no existe todavía la tecnología de su puesta en ejecución.  La invención del paisaje moderno es fotográfica, pero se reproduce en una tecnología pretérita. Lo cual quiere decir que no existe consciencia fotográfica sino hasta mucho después, porque el imaginario impreso está sobredeterminado por la litografía.  

Al menos, la representación de Valparaiso es desplazada por Tornero y remitida a un origen a cuya fuente  se podrá acceder solo un siglo más tarde, gracias a un archivero de una biblioteca americana.  

Habría que saber quienes son los maestros grabadores de Tornero. Y esta representación es tecnológicamente regresiva. La pintura mural que debemos soportar en Valparaíso  podría reclamar este privilegio de contemporaneizar lo arcaico, sin embargo, no da para eso, sino para regresar a lo ya regresivo.  

En cambio, Tornero y Oliver comparten las mismas exigencias denotativas de la imagen. Los muralistas de hoy apenas son capaces de reproducir ilustraciones mal diferidas  de mangas japoneses y tarjetas de saludos de contenido etnográfico. 

Hay un antecedente anterior a Tornero y tiene que ver con las ilustraciones de la primera Guía del Paisaje chileno; a saber, la Histórica relación del reino de Chile, de Alonso de Ovalle. Ya ni recuerdo en qué texto hice la primera mención a a las regresiones xilográficas del relato. Probablemente fue a propósito de la lectura del libro de Ivens, no el cineasta sino el historiador americano, sobre la imagen pre-fotográfica y que usábamos durante la dictadura en las clases de historia de la impresión, en relación a las prácticas gráficas vinculadas a la obra de Dittborn.  
Pero eso era un caso de lo que llamaba imagen de código: las bahías eran las mismas., los templos eran los mismos, y se repetían en algunos casos para encabezar capítulos. No importaba  sino la verosimilitud de una repetición. 

La pregunta del 18 Brumario está más presente que nunca. ¿Por qué los grupos llamados a realizar la misión de su tiempo, recurren a una tecnología anterior para afirmar su discurso? Entonces, quiere decir que no tenían ninguna misión que cumplir. Eso era. La vanguardia política recurre a la coincidencia entre el enunciado y la contemporaneidad de las fuerzas productivas. Pero siempre se queda corta porque se somete a la representación teatral del parlamento, como si fueran réplicas -imagen de código- de los bocetos de Jacques-Louis David sobre el juramento de la sala de juego de pelotas. 

martes, 18 de marzo de 2014

CONTAR HISTORIAS

Una de las manifestaciones  mas adecuadas del 2013, en términos de producción externa en el Parque, ha sido  LUFLIJ, la feria del libro infantil y juvenil. Este año, se repetirá en el mes de abril. No solo es un ejemplo de política afectiva, sino también de complicidad conceptual efectiva.

Conversando con Patricia Mix y Carolina Millar, les hablé de la novela de Dai Sijie, BAlzac y la pequeña costurera china. En verdad, era un guión para una película que terminó, ¡en película!, y que sin embargo, también se editó como novela. Este caso calzaba de manera perfecta con la actitud analítica de ambas, en el sentido de recuperar acciones de regreso de un soporte a otros soporte. En este caso, de un guión a una novela. En el supuesto que el guión sería una novela no completamente asumida. Da lo mismo. El guión es la anticipación de la novela. Y hay novelas que regresan, como guión, para habilitar otras obras; en el caso, cinematográficas. 

En todo caso, hay que recordar que Adiós al séptimo de línea, fue primero un guión de radioteatro.

Balzac, a quien me he referido en entregas anteriores, empleaba expedientes judiciales para sustentar la narratividad de sus novelas.  Es decir, eso es lo propio de la novela. Con lo cual nos acercamos al rol del fait-divers en la producción literaria, que es rastreable en el periodismo francés de mediados del siglo XIX, como condición de objetividad colectiva en los relatos sociales. Digamos, casi como anticipación precursiva del ready-made

Ahora, nótese: la palabra está (des)compuesta: read y made. O sea, leer y hacer.  Hacer leer. De eso se trata.

De ahí que  la mención a la novela de Die Sijie fuera clave en nuestra conversación, ya que había una historia de represión de la lectura, que no podía sin embargo impedir que los hombres amaran las historias. Para escapar a sus penurias, dos jóvenes sometidos a re-educación política se ponen a contar películas a los campesinos. Estos quedan de tal modo fascinados con los relatos que envían a los jóvenes a la ciudad más próxima a ver películas, de modo que puedan contarlas a su regreso. Aquí hay un regreso desde la cinematografía a la oralidad, que promueve un tipo de imaginación que incide en la calidad de vida de la comunidad que escucha y que solicita, de cuando en cuando, que le sea repetida la misma historia, pudiendo  entrar a comparar las versiones, provocando un encendido debate sobre la interpretabilidad en el seno de la comunidad. 

Luego, en la novela, los dos muchachos contadores de historias descubren que un compañero suyo de cautiverio esconde un tesoro en una maleta. Después de muchos ardides de los que no está exenta la extorsión y la amenaza, logran hacerse de su contenido, que consiste en un montón de novelas francesas, traducidas al chino. Y aquí, los dos jóvenes harán todo lo posible para obtener el tiempo disponible a la lectura que les transformará la vida. Ya no serán contadores de películas, sino de novelas. Y serán portadores de un tipo de traducción que, a su vez, producirá efectos en la sentimentalidad de las personas que escuchan los relatos. 

Entre estas, una costurera china, hija de un famoso sastre. No es casual que sea una costurera y que uno de los objetos principales de la novela, además de un violín, sea una máquina de coser. El violín es una matriz de resonancia, como un cuerpo materno que deja escapar un sonido producto del frotamiento de unas cuerdas, que afirman el rol de los lenguajes prevarbales en la comunicación activa. Luego, la máquina de coser produce una serialidad manual en que la costura supone trabajar con diversos cortes, desde los que se confecciona un traje. Eso es la novela, una metáfora de la confección de un traje, y el escritor es un sastre. Basta con eso. 

Un momento significativo de la novela tiene lugar cuando una poetiza, a la que le han prohibido escribir, aprende a tejer para convertir esta práctica en un método de memoria, para componer sus versos en silencio y poder recitarlos, luego, a viva voz. Estamos, entonces, en el centro mismo de la preocupación de LUFIJ:  en la fabricación de historias y en su transmisión. Acto performático que reproduce actividades contemporáneamente arcaicas, como es reunirse para contar(se)  historias. 

No puedo dejar de pensar en que aprendí a leer y a escribir sobre la cubierta de la máquina de coser, Huqsvarna, de mi madre, que mi padre le compró en cuotas en la cooperativa de consumo del sindicato de obreros de una fábrica textil. 

lunes, 17 de marzo de 2014

EL ARTE DE LA MANCHA

Un atento lector me ha hecho la pregunta de si no estaré comisionado por la competencia de Soquina. Mi respuesta es que en el uso de ejemplos que nos proporciona la industria, siempre vamos a operar con un margen de ambigüedad. Sin embargo, agrego para mi descargo la frase que ya conocemos desde hace años:  Pinturas Soquina, valorizan lo que pintan. 

Lo anterior no hace más que confirmar la hipótesis del vecino del pasaje Dimalow, al defender el mural (ilustrativamente patético). La pintura mural otorga patrimonialidad a un edificio contemporáneo (uno de los ejemplos de más mala arquitectura en el barrio). 

Sin embargo, mi atento lector me hace una segunda observación, que merece una aproximación cuidadosa. En un intento por trabajar en el cauce abierto por mi análisis, me pregunta si la mancha de orina sobre el muro es patrimonializable. Obviamente, se refiere al efecto pictórico que produce una micción sobre el muro y se refiere a la pintura implícita que ejecuta un estudiante después de tomar cerveza en uno de los bares de Cumming.  

Como sabemos, la orina contiene sales minerales y otros residuos que pueden dejar algunas marcas en los contornos de la superficie proyectada sobre el muro. En este caso, este tipo de manchas voluntariosamente dispuestas pueden ser asociadas a la teoría de las manchas de humedad descritas por Leonardo de Vinci en sus escritos. Las manchas de humedad y las señales de la orina evaporada pueden ser indicios significativos para comprender la naturaleza de la creación pictográfica. En tal caso, estaríamos en la proximidad de la teoría de las manchas (gráficas) de Cozens, que éste expone en su opúsculo  Nuevo método para asesorar a la inventiva al dibujar composiciones paisajísticas originales(1785).

Cozens enseñaba a elaborar paisajes a partir de unas manchas de tinta, desestimando el imperativo de imitación de la naturaleza, introduciendo la noción de invención. En Valparaíso, a partir de las manchas de orina sobre el muro podemos inventar paisajes más complejos que las narraciones infantiles a que nos someten los pintores municipalizados. De todos modos, es preciso señalar que esta noción de invención es próxima a la de una  catástrofe gráfica. ¿Que sería un naufragio representativo sino la puesta en juego de la impostura patrimonial?

De Vinci reconstruía paisajes fantásticos prolongando la ensoñación gráfica de las mancha de humedad sobre los muros. De ahí, a considerar el valor pictórico a las manchas de hongos en las cortinas de las viviendas o en los rincones de las habitaciones solo hay un pequeño paso. 

No por ello vamos a reivindicar de manera indiscriminada la micción como expresión de la in-iniscriptividad de los jóvenes cheleros. Es preciso entender que en todo esto existe un principio de continencia que define las relaciones sociales. La orina que corre por Cumming los fines de semana es la justa manifestación de la impotencia, porque lo único que  hace evidente es la gran debilidad de sus vindicaciones, al mimar la acción territorial de los perros. 

En una vieja mala novela pude apreciar la escena de dos choros, en un patio, peleando cuchillo en mano, por el control de las pandillas. uno de ellos, ante la omnipotencia del otro, se doblegó y cayó de rodillas, pidiendo clemencia. El vencedor se acercó y no le hizo daño con el cuchillo. Se abrió el marrueco, sacó el miembro y orinó sobre la cabeza del vencido. No hizo nada más que eso. Luego se lo guardó y abandonó el sitio, triunfante.

jueves, 13 de marzo de 2014

PINTURAS PAJARITO

Si el graffiti es sinónimo contraído del hip-hop, la pintura mural viene a ser el antónimo expandido de un  fracaso inscriptivo.  La revolución perdida se compensa vagamente facilitando que los “artistas callejeros” vayan a una  especie de pizarra  cívica a reproducir el estado de su propia exclusión del sistema de arte. Por eso vienen a esta ciudad a exponer su reclamo, a través de un pictografismo que sanciona el alcance de su propia  negación. No solo se transcribe su desesperación como “artista vulnerable”, sino que relata la dimensión de una ignorancia regulada  que se manifiesta en abuso de confianza contra  vecinos que padecen el síndrome de Estocolmo.  (Esto último es un aporte inestimable de Chantal de Rementería).  

Pues bien: la fachada acometida ha venido a recoger  la ostentosa expresión de un cierto tipo de indigencia orgánica.  A falta de plasmarse en movimiento social, la pintura mural en Valparaíso se programa para sintomatizar  la  compensación de su fracaso, a través de la silueta y contra/forma de su ilustratividad dependiente.

Caminando por Cumming, me encuentro con este stencil cuya foto reproduzco. De partida, es desde ya un (des)propósito pintar por los suelos una consigna destinada al muro. A menos que hora  denominemos a la vereda “la sexta fachada”. Sobre todo, después que dirigentes vecinales decidieran atentar contra “la quinta fachada” de la Población Obrera (restaurada).  Esa pintura pseudo-mattiana es de “lo peorcito” que se ha visto. Y todavía lo celebran como un punto cumbre de participación ciudadana. 

La consigna es sorprendente: “Por la recuperación de los espacios / Pintemos los muros”. 

Lo primero que hay que entender, al parecer, es que  ahora los pintores callejeros son como nuevos chamanes. Cuando pintan, apropian. Lo que los hace portadores del síndrome Altamira. Cuando pintan, cazan simbólicamente al bisonte. Vamos: cuando pintan (estos de ahora), adquieren título de dominio imaginario.

Lo segundo que hay que retener es el alcance de  la queja: “Ya no tenemos espacios”. Los han perdido. ¿Cómo los han perdido? ¿Y de qué espacios se trataría? Unos conocidos que tengo, expertos en luchas urbanas, me explican que la consigna es metafórica. Los jóvenes carecen de lugar. De modo que la pintura es una respuesta, también simbólica, mediante la cual  plasman su malestar,  produciendo  la merma  de la propiedad de otro para recuperar un espacio como  propio. 

Lo vuelvo a repetir: los pintores callejeros castigan al que tiene muro, porque  a lo menos  tiene vivienda. La pintura mural sería un aviso angustioso de la falta de casa. Mis conocidos expertos en luchas urbanas se afanan en explicarme que la falta de vivienda es también una metáfora.  La pintura mural de la que estamos hablando sería entonces una suerte de consigna de quienes carecen-de-hogar.  Lo cierto es que se trata de una categoría de jóvenes que tiene, al menos, la iniciativa de convertir una carencia  regulada en  “pequeño subsidio” de sobrevivencia. 

Por eso, la consigna está reproducida en stencil, para señalar el destino de un mandato. Ha sido impresa con letra calada en tipografía de embalaje, connotadamente industrial. Es decir, todo lo contrario a la artesanía manual de la pintura municipalizada o el graffiti. 

En la factura del stencil se esconde -sin duda- el deseo de serialización colectiva. Es como si dijera, “pintarás lo que yo te diga”, puesto que “hemos perdido los espacios”. Y quien lo dice encarna profesionalmente  la voluntad de los indicadores  de espacio faltante, en una curiosa operación que señala al pie de la letra la dimensión de su falta.   

De este modo, la consigna pondría en escena el alcance pictográfico de su propia impotencia. 

Me olvidaba del pajarito. El que hizo este stencil tiene que ser argentino. O regresó de la Argentina. Tengo dos razones para pensarlo. Primero, porque ya hay un libro de stenciles argentinos, que se titula !Hasta la victoria, stencil!  Ciertamente, un libro genial, editado hace algunos años en Buenos Aires.  

Segundo, porque hay una vieja marca argentina: Pinturas Pajarito. !Que ternura! !Es un recuerdo de infancia!  De modo que he descubierto la clave de todo: lo perdido ha sido la infancia; no la vivienda.  Es que, me dirán, la infancia es la vivienda del Ser. Acabada la infancia, ¿que somos? 

Para terminar, hay que saber que los tarros de Pinturas Pajarito tenían una frase en su base: Tradición en Pintura. El tarro de pintura era por si mismo un programa afectivo. 


A no olvidar: en Chile, Pinturas Soquina ha fabricado un Latex Pajarito. El Stencil, ¿no será una publicidad encubierta de Pinturas Soquina? Eso querría decir que los espacios que habrían perdido serían los del mercado de pintura y que por eso la muralización generalizada los salvaría de una quiebra. ¿Será posible?




lunes, 10 de marzo de 2014

ANIMACIÓN SOCIAL GRÁFICA


El jueves 6 de marzo El Mercurio de Santiago publicó una crónica sobre el rol de la pintura mural en la recuperación de espacios públicos. Pero una lectura atenta del artículo permite pensar que su objeto no es la pintura mural sino la publicidad encubierta de un programa de responsabilidad social de Entel y de TPS. Incluso, los animadores sociales celebran que hayan sido los propias empresas quienes se acercaron a colaborar en planes de recuperación de espacios públicos vulnerables. 

Los vecinos están felices.  Han logrado gracias a la pintura mural y a la colaboración de las empresas combatir un estigma, aunque el artículo no aborda cómo tiene lugar el combate contra drogadicción desde la pintura. Visiblemente, la pintura mural ha pasado a ocupar un lugar  significativo en las iniciativas de “sanación” barrial. Y de paso, contribuye a la inserción de un grupo de artistas sin recursos. Doble ganancia, los pobladores y los artistas sin nombre están contentos. Las empresas se ponen con el financiamiento de la actividad. Si lo comparamos con las cifras que “efectivamente” invierten en producción de imagen, esto es una migaja. Pero todo bien. 

En textos anteriores he denominado este tipo de intervención como animación social gráfica. Los artistas juegan a la participación ciudadana presentando bocetos que deben ser aprobados por los vecinos. Pero los que ganan realmente son los generadores del proyecto. Han proliferado  últimamente las pequeñas agencias de intervención vecinal  tercerizadas que buscan ser financiadas por instituciones mayores, ofreciendo ser un menú de ofertas de amortiguación. Entre estas debemos considerar las iniciativas de animación social gráfica. 

La foto en El Mercurio es elocuente. Hace años, en Pudahuel hubo un programa similar, pero obedeció a una iniciativa cultural municipal. En Playa Ancha, son los vecinos y las empresas que se ponen delante de la municipalidad, la que sin embargo otorga permisos para la realización de murales en el Cerro Alegre y en la Avenida Pedro Montt. Pero estos últimos murales no son de animación social gráfica, sino de compensación patrimonializante. 

Los murales a los que me refiero están en edificios contemporáneos. Aquí,  el argumento del vecino del pasaje Dimalow viene a exhibir toda su eficacia. Según la percepción de muchos vecinos,  “los murales le otorgan patrimonio” a los edificios. De modo que se entiende que los edificios modernos no pertenecen al barrio y deben ser blanqueados, por así decir, mediante una operación simbólica a través de la pintura. 

!Uf! Este argumento supera toda las tentativas conceptuales de los artistas visuales locales. 

Resumen: en Playa Ancha la pintura mural recupera espacios públicos vulnerables, mientras que en el Cerro Alegre agrega valor patrimonial a edificaciones privadas no vulnerables.  

Sin embargo, el caso de no pocos comerciantes apunta a una tercera situación, que consiste en aceptar/promover murales para evitar que sus fachadas sean vandalizadas por los graffiteros. Esto convierte a los muralistas  en agentes de control policial de los informales, que se ofrecerían para reprimir a los “terroristas gráficos”. 

La táctica de estos últimos muralistas ha sido la más eficaz, porque ha demostrado el poder que tiene la amenaza de vandalización como recurso de validación estética por lo bajo. Lo cual instala en las relaciones culturales un precedente inigualable sobre el alcance que tiene en Valparaíso  la producción de ignorancia.  

miércoles, 5 de marzo de 2014

¿POR DÓNDE EMPEZAR?

¿Por dónde empezar? Esa es una pregunta que sirvió de título a la edición de unos ensayos de Barthes. Es obvio que la broma literaria apunta al libro de Lenin, ¿Qué hacer? (Chto Dielat?). Y de paso, al efecto de Cartas desde lejos. Es decir, cuando Lenin estaba clandestino en el barrio de Viborg, en minoría, lejos de la acción, y le escribía a sus compañeros: “hay que pasar a la ofensiva”. Lo cual significa que ahí estaba toda la ciencia de la consigna: convertir un texto en protocolo de acción. 

Leer a Lenin es como leer letra muerta. La letra muerta de una lengua muerta. Esto obliga a leer un texto antiguo que debe ser interpretado con herramientas que ya están en des/uso, corroídas por una historia de intervención ineficaz. Ya alguien como Althusser escribía que la lectura era un tipo de intervención: la intervención llamada lectura. Había otro tipo de intervención, en esa coyuntura intelectual, que era la escucha analítica. No hablaré de eso, hoy. 

Lo que importa es que siempre habrá un texto de referencia, una sagrada escritura, a la que recurrir para fundamentar la autoridad del padre totémico.  Las crisis sobrevienen en las estructuras operativas  cuando ya no hay sagrada escritura a la que recurrir. Entonces, los jefes tribales, liberados de sus lazos filiales básicos, toman el rol de Moisés, pero cometen un acto de soberbia porque rompen su filiación y declaran su deseo de ingresar por sus propias fuerzas a la tierra prometida. 

Los jefes tribales ya no leen a Lenin, sino que han regresado a una especie de oralidad originaria en que lo primero que se preguntan  es “¿como voy ahí?”. Sin embargo, no hacen directamente la pregunta. Envían a un recadero, que en este nuevo régimen ya ha terminado por reemplazar al intérprete. Claro, éste último es producto de la lectura, mientras el primero es portador de un recado; es decir, del discurso de otro. 

Cuando comencé formular la hipótesis de encuadre para el PCdV, entendí que debía pasar a una tercera fase, consistente en la invención de una sagrada imagen, a la que forzada y metódicamente debía remitirme.  

Todo esto es la base de la ficción programática que me hizo reproducir el gesto de la lectura leniniana inicial.¿Por dónde empezar? Por  Joris Ivens y Aldo Francia.  Lo que significa fijar en la Imagen el estatuto de escritura sagrada fictiva sobre la que podía fabular la posición de los cuerpos en un imaginario determinado.

lunes, 3 de marzo de 2014

REVERSO DE LA HISTORIA (2)

¿Por dónde empezar? Alain Resnais ha muerto. En Reverso de la historia -subido el 24 de febrero- terminé con un párrafo referido a la des/leninización, que antecedía un argumento sobre la conversión de la vida partidaria en una articulación de grupos de interés que asumen las formas expresivas de una banda de guerreros salvajes sometidos a la autoridad pavorosa de unos padres totémicos, que distribuyen el botín.  Esta frase ha sido insosteniblemente larga. El tema excede toda tolerancia. En verdad, debo corregirme. El leninismo chileno no fue más que un racional procedimiento orgánico, encubridor de un modelo arcaico de conducción de las luchas promocionales. 

Ustedes se preguntarán por qué hablo de esto. Debo declarar que no es más que la continuación, por otros medios, de las conversaciones sostenidas con Iban de Rementería, en torno a la narratividad de Valparaíso Socialista, entendida como novela local

La gran ventaja de la des/leninización es que liberó las últimas trabas simbólicas para el manejo regulado del ascenso social y desató la expansión de las sectas de autoprotección, que vieron en el Estado un recurso sustituto del dominio territorial.  

Hubo una obra que puso en crisis por anticipado este destino. Sin embargo, en Chile, cuando fue presentada, nadie quiso asumir el efecto analítico de su enunciación. 

Me refiero  al film La guerra ha terminado, de Alain Resnais, exhibido en Santiago a comienzos de los setenta. O sea, coincide con el momento  de la fundación del MAPU.  

Diez años después, en un seminario de capacitación de FLACSO, uno de sus principales “novelistas históricos” desestimó el valor de la Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún, porque estaba escrita “con mucho rencor”. Y agregó: “Hay cosas que no se dicen”. Nadie debía hablar de los secretos partidarios, en dictadura, porque es como entregarle armas al enemigo !De seguro!  Pero sobre todo, eso pone en riesgo el control de los padres totémicos. Más aún cuando cuando ya se había avanzado lo suficiente en la des/leninización pactada del discurso. En relación a esto, habría que pensar que la aparición del MAPU (Lautaro) es un síntoma terminal de esta impostura entre historia y discurso. 

Si nadie puede hablar de los “secretos” partidarios, entonces no se puede hablar hoy día de recomposición de la memoria.  Semprún respondía, también, por anticipado, en una entrevista que le hicieron en los ochenta a propósito de la publicación de una biografía de Julián Grimau, sosteniendo que  “los militantes no tienen biografía. La biografía se las escribe el partido”. 

Todo esto hay que leerlo con sentido hipocrático. Los intelectuales expertos en hipocresía tardía tuvieron en Marshal Berman al gran habilitador de la hipótesis de la des/marxistización discursiva, sabiendo que en Chile este no era un problema teórico sino presupuestario. Es decir,  el problema presupuestario pasó a ser el problema teórico básico que habilitó la pregunta: ¿cuáles son los temas que hay que pensar para seguir recibiendo aportes financieros de diverso origen y magnitud?  

Todo eso está muy bien. Jorge Semprún fue el guionista de La guerra ha terminado, realizada en 1966. Pero en 1961, Alain Resnais, había filmado El año pasado en Marienbad, con  guión de Robbe-Grillet.  

En Valparaíso, Francisco Rivera Scott,  que se formó como artista -en parte- asistiendo a las sesiones del Cine Club de Viña de Mar, me comentó que Aldo Francia les había hecho ver El año pasado en Marienbad y que la información que aquí se tenía de la filmografía de Alain Resnais era mayor a la que existía en Santiago. La razón era muy simple: había revistas de cine que llegaban directamente a Valparaíso desde Buenos Aires.  

¿Se dan cuenta que en Valparaiso, en esa coyuntura, se estaba gestando una reforma universitaria sin precedentes, en cuando al efecto social inmediato del saber en el imaginario local? Esa discución jurídica y política era contemporánea de una discusión sobre cinematografía y “puesta en abismo”. 

Es decir, que es mentira que Valparaíso, mi amor tenga que ver con el neo-realismo italiano, “con todo respeto”, sino que es una película mucho más formalista, sobredeterminada  por el  cine del Alain Resnais de 1961. Por algo, el propio título es una transposición de ese otro, Hiroshima, mon amour, que había sido realizada en 1959.  De algún modo, Valparaíso, mi amor ha sido  la hipótesis fílmica de un gran naufragio, de una gran catástrofe. 

Junto a  Chris Marker, Alain Resnais hizo Las estatuas también mueren, en 1953. Esta es una película que por su  anticolonialismo fue severamente castigada.  Estuvo censurada ocho años antes de su proyección pública. Es un documento clave a estudiar hoy día en el Valparaíso del post-Informe, sobre todo si tomamos en consideración las palabras iniciales de este documental: “Cuando los hombres mueren, entran a la Historia. Cuando las estatuas mueren, entran al  Arte. Esta botánica de la muerte es lo que llamamos cultura”.