sábado, 2 de julio de 2016

RADIO MOSCÚ, EL BURRO, EL DOLOR Y EL COLOR.


En Galería D21  (Nueva de Lyon 19, Providencia, Santiago) exponen Del Canto / Guzmán / Serrano. Tres artistas que viven y trabajan en la  Región de Valparaíso.  Sin embargo, no se caracterizan por reproducir la ideología habitual del pintor de borde costero, que suele ser reconocido como “porteño” por un público  muy específico,  que  rinde culto a la imagen de un pasado de no cesa de perturbar el presente.  He sostenido que son pintores de y del interior. Es decir, que sus trayectos vitales han estado siempre sujetos a cumplir la trazabilidad del metro-tren, entre la Estación Puerto y Limache.  Todos ellos, por supuesto, saben de sobra lo que significa la representación del pintor de provincia que, como un síndrome fatal, reproduce Adolfo Couve en su “Lección de Pintura”.  Pero más que nada, todos conocen las fotografías de los murales eróticos que Monvoisin pintó en las casas del fundo que  compró cerca de Los Perales.  Fotografías que fueron conocidas gracias a un libro de tesoros regionales elaborado por  el laboratorio  forense de la ¡PDI!. 

Antonio Guzmán y Edgar del Canto estudiaron en Valparaíso. El primero, en la UPLA; el segundo, en la Escuela Municipal de Bellas Artes. En cambio, Henry Serrano estudió Bellas Artes en la escuela de una ciudad de nombre impronunciable en la URSS.   Pero su familia era de Valparaíso.  Aquí había una familia que escuchaba el sonoro de acoplamiento de la señal de radio para sintonizar Radio Moscú. Entonces, la tinta mimeográfica es contemporánea de la huella que deja esa marca sonora en el mapa de una biografía recuperada. 



Los tres artistas comparten un ácido sentido del humor, un verdadero culto a la parodia silenciosa y al escepticismo metodológico, que los lleva a poner en crisis las propias condiciones de lo que significa ser pintor, en Valparaíso.  Pintor, es mucho decir.  Serrano es un imprentero porque no se puede liberar del peso fantasmático de la tinta  de mimeógrafo.  En alguna ocasión he hablado del “inconsciente mimeográfico” de la izquierda chilena.  Pero el (d)efecto de la tinta será el medio apropiado para realizar un gran mapeo del movimiento de las fuerzas en el curso de una batalla. Que viene a ser, la propia batalla de la tintura, en Valparaíso.

Edgar del Canto, en cambio, es un pintor modelado por el olor del aguarrás.  Es un chiste  duchampiano. Pinta porque le encanta el olor del aguarrás. Eso  es claro. Pero lo que hace es “plasmar” su desencanto.  De todo. Hasta de Valparaíso.  Lo hace mediante un recurso que denota un gran respeto por las filiaciones y por las historias que constituyen los mitos de referencia. Es así que se ha dedicado a trabajar en el establecimiento del catálogo general de la obra de un gran pintor porteño que trabajó en las fronteras de los años setenta y ochenta: Marco Hughes. De modo que es un pintor que trabaja en el  surco abierto por otro pintor. Y de esta manera recupera una tendencia que en paralelo se estaba  configurando con todas sus  singularidades y que cabe dentro del “mote” de la pintura surrealistizante.  




Pero desde ese “mote”  que se comienza a armar es una pintura que apelando a un rencor modulado y necesario,  se apega a una desestructuración de las escenas básicas de la representación de los cuerpos.  Entonces, la corporalidad se confunde con los harapos de una vestimentalidad que se sostiene a duras penas, en situación angustiosamente flotante. 

Pero en esta exposición, presenta una serie de dibujos realizados a lápiz, recortando pedazos de dibujos que provienen de otro lado, como si fueran matrices desclasadas y descalzadas que se reconfiguran para dar pie a imágenes obturadas, que remiten al colapso de la facialidad.

Antonio Guzmán, por su parte, viene de las polémicas locales por la recomposición de una escena que tuvo que soportar la represión de los universitarios “conceptuales” de la región.   Sin embargo, refugiado en el grupo de autodefensa que se llamó “Pintores portugueses” atravesó el desierto y  pasó de una pintura  de abiertos y descorazonadores paisajes poblados de escenas circenses,  que eran metáforas de una exclusión social sublimada, a unas paródicas y ácidas operaciones gráficas que se concentraron en las traiciones del aula como condición apropiada de reproducción de subjetividad escolar. 

Fue entonces que encontró en la “cabeza de burro” un emblema de repetición gráfica destinado a sustituir la abstracción del cucurucho que llevaba la inscripción del castigo escolar.  La hiper-comicidad realista de la cabeza pasó a sustituir la imagen de la Autoridad, como recurso  pervertido que devuelve  a la cara las inconsecuencias e imposturas de la transferencia informativa. De ahí que Antonio Guzmán se dedicó a dibujar con témpera escolar todos los atributos de las láminas de otros pintores que se han vuelto referenciales en las láminas impresas de las revistas de arte.  Lo cual es una manera muy maldita de reírse de los efectos de su propio maltrato como un lector astuto y voraz de los procesos de reproducción de enseñanza.   


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