Nos
encontramos en estos momentos con Pedro Donoso -co-curador de Of Bridges and Borders- enfrentados a la tarea de escribir los textos para
los Cuadernillos de Mediación que vamos a publicar en el PCdV, para distribuir
durante las visitas de escolares. Estos están divididos en dos categorías:
básica y media. ¡Qué gran descubrimiento! Cuando los museos se encargan de
cuestiones educativas hay que temblar. Se proponen explicar el abc del arte a
los niños. ¡Imposible! El arte no es explicable a los niños. Lo que hay que
hacer es otra cosa mucho más compleja. En un centro de arte debemos ir más
allá. Debemos pensar que la transmisión de un conocimiento es de por si una acción estética.
Los niños
entregan unas pistas para saber qué hacer. El sábado 23 de marzo vinieron a
visitarme los artistas Mario Navarro y Francisca García. El primero fue artista-curador
en la Bienal del Mercosur, junto a Erick Beltrán; la segunda está a cargo de
extensión de la Escuela de Arte de la PUC. Entre otras cosas. Hay que ver su
obra. El punto es que venían de
Sethmacher y subieron al Parque con su hijo Galo, de cuatro años, quien tuvo la
experiencia de encontrarse con la obra de Eduardo Basualdo.
El pequeño
Galo no sabía que la obra lleva por título “Salvador”.
Sólo me dijo que todo lo que había allí se parecía al desentierro de un
dinosaurio, pero que era un hombre antiguo muy grande. Para que no me confundiera. Y me explicó
que los dinosaurios se habían extinguido, pero que no estaba seguro de por qué
ni cómo. En todo caso, me aclaró dos cosas. La primera, que debía dinosaurizar su lectura del mundo, para
poder soportar la obra; la segunda, que alguna vez el hombre fue más grande y
que sufrió algo parecido a lo que exterminó a los dinosaurios. Por eso somos así, hoy día. Lo cual, nos
condujo a una conclusión ejemplar, según la cual, en nuestro tamaño de hoy
debemos guardar la memoria traumática del tamaño que teníamos.
El día de
la apertura de la exposición, el 15 de marzo, un amigo mío, científico del área
de los sistemas complejos me señaló que, en efecto, había una historia de
hominización que contemplaba la existencia de un hombre de tamaño mayor. Habrá
que llamarlo para que nos venga a hablar de eso.
De todos
modos, quedo con la tarea suspendida, porque si debo presentar la exposición a
la infancia, debo imaginar cómo será recibida la historia de las dos piezas
monumentales; las de Erick Beltrán y de Ai Wei Wei. Ambas hablan de las
relaciones entre un padre y un hijo. Debiera decir que esta exposición trata de
la Filiación. No importa bajo qué condición, de todas maneras será en el marco
de un conflicto.
Marsias es
desollado por Apolo y su piel es colgada por éste para infundir el miedo sobre
la castración. La piel representa la flaccidez fálica; es decir, la derrota de
la soberbia del Hijo. La obra de Erick, para un niño, resulta más intimidante
todavía, porque redobla la proyección de las sombras del relato. Y sin embargo,
le es devuelta a través del recorte y del montaje de imágenes una concepción
medieval del espacio gráfico, donde todas las imágenes comparecen en un mismo
espacio representacional sin poner atención en las proporciones.
Lo que un
niño de ocho años sabe, a estas alturas, es mucho más que eso, gracias al trato
cotidiano que sostiene con la narrativa visual del comics japonés. Bajo esta
perspectiva, la pieza de Erick es regresiva, porque no contempla la lucha de imágenes que supone una
aceleración visual de otro tipo.
Hay que pensar en los efectos estéticos de esta regresión. Lo nuevo es
el acontecimiento de su retorno. Ya lo he mencionado en otro lugar. Solo debo
insistir en que esta obra ha sido
pensada así para retener la historia de las imágenes y reducirlas a una especie
de grado cero de archividad, porque así lo exigía –a su juicio- esta pieza en
Valparaíso, donde existe una saturación letal de pintura mural que omite sus
antecedentes y escamotea sus incompetencias e ineptitudes escudada en una indolente ignorancia.
Sigo
pensando en la infancia y en el arte de los centros de arte. Una vez, una de las hijas de un pintor que hace
instalaciones, a propósito de una pieza en la que hay un marco negro en cuyo
borde se incrusta una repisa pequeña sobre la cual se yergue un caballo de
madera con la cabeza cortada, exclama: “el arte está dentro de la casa, los
caballos están fuera de la casa”. La casa era el espacio del cuadro, por
cierto. La niña no tenía más de
siete años. Y cuando entró a ver
la exposición de su padre, salió de inmediato para advertirle “¡papá, los
caballos no tienen cabeza!”, porque pensaba que durante la noche alguien había
ingresado a la casa-del-arte y le había cortado la cabeza a los
caballos.
Para
terminar, mi hijo Pablo, cuando tenía quince años, frente a una interpretación
me enfrenta con la siguiente frase: “!Papá, hay veces que un cacho de paraguas es simplemente un cacho de
paraguas!”. Se refería al
freudismo de bolsillo que algunos de mis retractores consideraban inadecuado
para la carrera académica. Escribí retractores, sin dudarlo. No es una falta de
ortografía o un lapsus de mi
dactilografía. Siempre me retraje de la academia. No doy el tono. He-sido-mal-evaluado.
Este
cuadernillo que debemos terminar nos hace pensar de inmediato en el libro de
Agamben, Infancia e Historia, donde
el primer capítulo está destinado a reflexionar sobre el concepto de
experiencia. El lenguaje y la
historia son un problema de la infancia.
En particular, tienen que
ver con acontecimientos que son anteriores a la palabra. ¡De eso hablaba Ronald
Kay en sus textos de 1977!
En la
galería, dentro de la casa que es el PCdV, hay una obra del artista alemán Till
Roeskens, que se llama Campo Aida. Es un relato visual de una persona que
no se ve, sino que aparece como va
dibujando unos trazos muy simples que pueden representar una casa. O sea, una
tienda. Más bien, unos cartones y tabiques con los que se construyen
habitaciones de emergencia. El
trazo redobla el efecto gráfico de la voz -el “grano de la voz”- mediante una
línea de texto que reproduce la historia de un doblamiento de excepción, en una
zona de excepción. Al final, lo que hay es el mapa del campo de refugiados
palestinos, construido por el efecto y el afecto de la palabra de una mujer:
madre de los relatos. Pero podría
ser el relato de cualquier mujer que, en nuestro país, en alguna parte, habla
de la casa-que-falta.
me acorde de este texto de María Acaso con su hija de 6 años:
ResponderEliminar“Recuerdo que ese día hacía mucho calor y que mi hija, aunque tenía un poco de fiebre, no quería quedarse en casa. Así que decidimos ir a la facultad, que me acompañara puesto que yo tenía varias cosas que hacer que no podía posponer y a ella le atraía mucho la idea de pasar la mañana conmigo. Aparcamos el coche y subimos la escalinata que conduce al pasillo principal de mi centro docente donde irremediablemente nos saluda (¿?) una gigantesca réplica de la Victoria de Samotracia. Mi hija se paró, se soltó de mi mano y me preguntó: “Mamá ¿por qué esta señora no tiene cabeza?”. Yo llevaba pasando por delante de dicha estatua demasiado tiempo, tanto que me había olvidado de que no tenía cabeza, de que día a día, no sólo yo sino todos los que entramos a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid pasamos por debajo, alrededor, bordeamos, … una gigantesca estatua de una mujer sin brazos y sin cabeza en una institución pública en que el 65% de las usuarias somos mujeres.
Mi hija era la primera vez que la veía y, por ello y por el desconocimiento de que la Victoria de Samotracia es una Obra de Arte con mayúsculas, tuvo la facilidad de ver, tuvo la posibilidad de ver de verdad, de ver lo que de realmente está situado y nos saluda en vez de ver un objeto recontextualizado históricamente, resignificado en mi cabeza por los autores que legitiman determinadas obras en la historia del arte, por mis profesores y profesoras, por mis viajes y lo que ocurrió en ellos. Paradójicamente, mi hija vio porque desconocía y yo no pude ver porque conocía, mi hija vio porque este encuentro era la primera vez y yo no pude ver de tantas veces que ese encuentro se había producido…”