miércoles, 3 de abril de 2013

LA FALTA DE MADRE


La obra de Eduardo Basualdo, Salvador, ha sufrido los efectos de un acto de vandalismo de parte de una persona  del público que asistió el pasado fin de semana al Parque. Alguien,  de pie sobre uno de los túmulos de tierra agarró literalmente a peñascazos parte de la pieza dispuesta  en el fondo de la excavación. El cráneo del esqueleto semi-enterrado exhibe hoy día escamas en su superficie. Debemos  restaurar la pieza.

En una entrega anterior, me referí a agresiones precedentes en el mismo Parque, de parte de visitantes que asistían a una inauguración. Lo que ellos habían hecho en esa ocasión fue orinar en un rincón del muro perimetral, a metros de los baños. ¿Cómo comparar la micción y la lapidación? La primera corresponde a un acto de territorialización básica. Pero indica un rechazo a un modelo de administración que fomenta el cumplimiento de protocolos de uso de los espacios. Hay agentes porteños que, definitivamente, consideran que el cumplimiento de estos protocolos coarta su libre expresión. La micción vendría a ser un modelo expresivo antiautoritario, entonces.  

Siguiendo esa misma consideración, la noche del viernes pasado una treintena de jóvenes intentaron ingresar al Parque, a la fuerza. Al no poder lograr este propósito, rayaron la fachada del edificio de administración.  Es decir, la micción a la que  hice referencia para el caso anterior se transformó, ahora,  en un trazo gráfico destinado igualmente a marcar territorio.  Existiría una misma línea de relaciones entre micción y rayado; solo que la primera sería líquida, mientras la segunda, densa.  La orina corre; el trazo permanece. Sin embargo, responden a una pulsión análoga: traspasar al espacio público un malestar individual.

El malestar de los muchachos que intentaron ingresar al Parque el viernes por la noche es inversamente  proporcional al cumplimiento de unas exigencias mínimas relativas al respeto de la arquitectura, ya que ésta define en gran  parte el encuadre programático del propio PCdV.  La transgresión implica, por lo tanto, concretar una crítica que llamaremos accional. A falta de un debate en forma, el vitalismo arcaico de quien no logra contener su rabia contra el mundo se convierte en un argumento.  Operadores políticos locales distantes permanecen al acecho, realizando el ejercicio táctico  que en la jerga popular se caracteriza como sacar las castañas con la mano del gato.

Los muchachos a los que me refiero no están dispuestos a cumplir protocolo alguno de convivencia social,  porque les parece totalmente legítimo dejar una marca de su incomodidad existencial, obligando al resto de la sociedad a enterarse de manera punitiva de su carencia-de-ser.  En este sentido, la propia ciudad es objeto del clamor del sujeto desvalido, cuya validación se afirma en la expresión gráfica de un dolor que no admite consuelo.  El sujeto averiado traslada a la ciudad su propia condición,  realizando el montaje de una sinonimia forzada entre su vulnerabilidad personal y el proceso de vulnerabilización de la ciudad en su conjunto. 

La lucha se concreta en el terreno de la fachada. Es curioso que esta sea una ocupación gráfica directamente proporcional a la patrimonialización fallida, que promueve la conversión de la ciudad en una escenografía museal. La marca de pintura es como el llanto de quien, desposeído de todo, no acepta que otro pueda disponer de “algo propio”.  Pero al mismo tiempo, expone la imposibilidad de convertir la ciudad en museo.  Todo lo cual haría pensar en reivindicar su gesto como parte  en un combate anti-oligarca,  destinado a perturbar los intentos de la cultura dominante  por llevar a cabo la  convertibilidad turística de la cultura de la pobreza

Sin embargo, la marca de pintura no puede sino ser la expresión regresiva de un sujeto derrotado que se refugia en la secta. Se trata de sujetos pictogramáticos  que carecen de garantía institucional y que manifiestan una ostentosa tendencia a  formar contra-sociedades,   que se reducen cada vez más hasta componer grupos primarios que reproducen el fenómeno de la banda.  Cada día son más los jóvenes que se identifican con el espíritu de la banda arcaica. Lo cual es un síntoma de la derrota de  un cierto tipo de  movimiento cultural, como digo, que ya no logra ser garantizado por institución alguna.  Por eso es tan importante el sector  “cultura”, ya que sus agencias producen una compensación diferida directamente pensada para ser invertida en estos sectores de vulnerabilidad variable.

La marca de pintura tiene algo de castigo bíblico, porque en términos inversos a la defensa pascual, delata un lugar como zona acometible, susceptible de ser  analogada al dibujo paleolítico del cazador que debe recorrer la silueta de la presa antes de salir a buscarla. De igual manera, una marca en una fachada convierte a sus moradores en  presas de caza que son  circunscritas como registro de  apropiaciones simbólicas, por parte de tribus de excluidos que se definen por la ausencia de casa.  En este sentido, exponen un nomadismo mórbido que convierte  la calle en un teatro para bufones cuya exhibición corporal denota la falta de una Corte. Es curioso y a la vez paradojal cómo estas manifestaciones tribales hacen estado de una  solicitud de dependencia estructurante.  Así las cosas, las marcas de pintura en las fachadas de la ciudad representan  la amenaza de un fantasma averiado por el abandono, que exige como un lactante, ser saciado de manera inmediata por una Gran Teta. En suma, las marcas referidas serían  la indicación literal de una Patética Falta de Madre. 

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