En Pintura Mural (1) expuse algunos elementos críticos sobre la génesis de Museo a Cielo Abierto. Eso que ocurrió a comienzos de los años noventa, cuando no se instalaba el CNCA, ni tampoco había tenido lugar la introducción de la palabra patrimonio en el léxico de la discusión pública, no tiene directa relación con el desarrollo de la pintura mural posterior. Sin embargo, contribuyó de manera indirecta a la forzada y voluntariosa “invención” de un muralismo porteño que hoy es responsable de un grave deterioro de imagen-ciudad.
Tenemos dos etapas: la primera, institucional, en que la palabra Museo define el anclaje de una tradición problemática. En efecto, antes de Museo a Cielo Abierto no es posible relacionar a Valparaíso con la precaria historia del muralismo chileno. Lo que hay, son esbozos de muralismo brigadista, ligado a las campañas electorales de la izquierda. La segunda etapa obedece a la acción dispersa y diversificada de animadores gráficos que aparecen luego de avanzados los noventa, en paralelo con el carnavalismo callejero.
Hago una distinción operativa y metodológica. Existe, por un lado, la pintura mural, con diversos grados de oficialización. Existe, por otro lado, lo que denominaré animación social gráfica. En los grados de oficialización podemos situar a aquellos artistas que obtienen de parte de la autoridad municipal y de algunos privados, la autorización para realizar pinturas murales. Esta autorización no responde a ninguna política pre-establecida, que dependa, por ejemplo, de un comité de calificación competente, que podría al menos someter a discusión los proyectos.
La animación social gráfica corresponde a acciones de pintura realizadas, a veces con autorización, por animadores culturales que toman la pintura mural como una herramienta identitaria en sectores vulnerables. En general, se trata de proyectos de decoración de espacios barriales, tomando como soporte los muros de bloques de edificios, en los que se relata las diversas representaciones de las luchas y de la vida cotidiana de la comunidad cercana. Generalmente, como producto final de un proceso de comunicación que relaciona a grupos de animadores externos con la comunidad. Suele ocurrir que estos grupos busquen espacios comunitarios fácilmente convertibles en excusa para el desarrollo de fondos concursables, que al final de cuentas solo favorecen la sobrevivencia del propio grupo que presenta el proyecto, en el marco de una demagógica estrategia de participación.
Sin embargo, la mayor parte de las veces, la animación social gráfica corresponde a operaciones autónomas e individuales de ocupación del espacio público, sin autorización alguna, aunque con el consentimiento relativamente forzado de la comunidad. No queda muro de cierre de un sitio no habitado que no sea objeto de pintura mural, porque los animadores de pintura deben imperiosamente firmar la apropiación de un espacio al que simbólicamente no se le reconoce propietario. Acto seguido, ejercen su dominio gráfico sobre muros de viviendas habitadas, para poner en duda la permanencia de sus moradores, haciendo evidente la existencia de un síndrome de abstinencia inscriptiva, que se traduce en la representación de una amenaza, también simbólica, encarnada por este “otro” cuya acción política consiste en perturbar el deseo-de-casa existente.
Los animadores gráficos se organizan en bandas de gran movilidad, sabiendo que operan con la impunidad de un una pequeña horda semi-clandestina, haciendo ostentación del dolor de su in-inscripción social básica. No es que sean excluidos por el sistema, sino que se desmarcan de las exigencias básicas de una vida en común, pero manteniendo relaciones de extorsión de baja intensidad con una autoridad temerosa de todo conflicto.
La animación social gráfica exhibe su determinación iconográfica desde la tradición del comic. Todo esto depende de la procedencia de las tribus juveniles en las que dicha animación adquiere expresión. Sobre todo si tomamos en cuenta el japonesismo aimara de corte neo-village (me refiero a la estética de las tarjetas de saludo). Los artistas autorizados para hacer murales, en cambio, aspiran directamente a ser reconocidos como tales por la oficialidad del arte, cuya gloria les ha sido hasta el momento esquiva. En los autorizados, el muralismo sería una vía paralela para acceder a una “posición intermedia mejorada” en el sistema nacional de arte. Lo cual es ilusorio en la medida que en este sistema, el muralismo adquiere el estatuto de una práctica que ha quedado fijada en una concepción perimida de arte público. Y lo perimido tiene que ver con el efecto del desarrollo de las fuerzas productivas de la industria de las comunicaciones en la construcción de imagen de lo público.
Si lo anterior fuera una operación eficaz, al menos tendría que tener un resultado mayor en la lucha por el reconocimiento en el seno del sistema de arte. Ahí viene la astucia de los muralistas autorizados para refutar la legitimidad del sistema de arte -por santiaguino- en la distribución de su reconocimiento, porque saben que no les queda otra solución que concentrar su acción en una ciudad en la que no se le hace mayores exigencias formales ni sociales.
Por esta razón, se hace necesario regresar al análisis de los logros del muralismo histórico en la escena chilena y estudiar sus proyecciones y limitaciones, antes de la aparición del muralismo brigadista. No es posible meter a todos en un mismo saco. El brigadismo pertenece a otra historia. Incluso, con la Brigada Chacón Corona se reformula el peso de la letra en la representación de la “ciencia de la consigna”, regresando al muralismo de los orígenes. De manera inconciente, sobre una cinta de papel que corresponde a los restos de un rollo de imprenta, se instala la pregunta por el papel de la pintura y de la letra en la historia de la representación (de la) política. Aún así, es el síntoma de una nostalgia del papel periódico primordial en que fue impresa la sinonimia perdida entre andamiaje partidario y periódico partidario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario